Si se recortan una serie de cuentos argentinos actuales –y aceptamos la arbitrariedad que todo recorte trae consigo–, tal vez sea posible vislumbrar el recorrido y el desplazamiento de una problemática que tiene como centro a la niñez y sus distintos contextos socioeconómicos y culturales. El orden de los relatos que aquí se propone implicaría dos movimientos (y deterioros) imbricados: un pasaje del interior al exterior –del confort del hogar a la hostilidad de la intemperie–, y del resquebrajamiento de la familia tradicional burguesa a su desaparición.
Los niños y niñas de Pájaros en la boca, el libro de cuentos de Samanta Schweblin de 2008, tienden a estar protegidos por las seguridades que brindan las comodidades de un hogar de clase media –mejor dicho de una casa, en su materialidad física. Ya sea Sara, con su extraña y perturbadora dieta (que incluye como único menú, literalmente, pájaros vivos), tironeada entre el desconcierto y la mala comunicación de sus padres divorciados; o la seguridad y la protección del jardín de infantes, que resguarda a la niñas de la pugna entre diferentes padres, ansiosos por mostrarlas cual muñecas bien vestidas en la competencia de exhibición que se libra a la salida de la institución. En “Papá Noel duerme en casa”, la ingenua mirada de un narrador niño muestra los pormenores (desautomatizados) de los conflictos familiares –domésticos: propios del hogar, ya que son percibidos y se desenvuelven, por lo general, dentro del mismo.
Ajeno a los conceptos de depresión e infidelidad, el niño del cuento, centrado únicamente en su deseo por obtener como regalo de navidad un autito a control remoto –deseo gobernado por los otros: los chicos del colegio chocan sus autos teledirigidos contra los autos “comunes”, como los del narrador–, describe, con la serenidad propia de la literalidad, el estado de la madre: “no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y con ella las cosas salían bien, hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro”. La depresión materna y la irascibilidad y susceptibilidad paternas son consecuencias de una vida engañosa, producto, también, del desgaste matrimonial: ambos padres tienen romances paralelos; el padre con Marcela, la vecina –que cumple algunas tareas de empleada doméstica y asiste, con poca gracia, a la madre; y ésta, a su vez, con Bruno, a quien ha dejado de ver –suponemos– hace dos meses. Disfrazado de Papá Noel y borracho, Bruno se presenta horas antes de Navidad y el escándalo se avecina: golpes de puño del padre propinados a Papá Noel, insultos hacia todas direcciones, y un encierro final de la madre y Bruno en la habitación matrimonial. El padre, perplejo al descubrir a su hijo como testigo mudo de la escena, lo manda, furioso, a dormir a su cuarto. “No tendría mi auto a control remoto, eso era clarísimo –afirma el narrador– pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso me aseguraba un año mejor”.
El conflicto intrafamiliar se produce y se contiene en el interior del hogar (o ya en su límite, si consideramos que el violento encontronazo se inicia en el umbral de la puerta de entrada); el niño, por más que observe y escuche libre de connotaciones las imágenes y diálogos que dan cuenta del resquebrajamiento de la relación amorosa entre los padres, mantiene aún la ilusión de que hay en la vida lugar para lo fantástico –la felicidad–, resguardado en el interior de su casa, de su habitación.
La niña anónima de “Las palabras hacen cosas”, cuento de Julián López publicado por primera vez en abril de 2018, rememora los efectos del lenguaje sobre su cuerpo y su psique, en una situación y con un personaje determinado (esto es, en un contexto comunicativo particular, con un usuario de la lengua en concreto). Los alumnos y alumnas de un primario mencionan a qué se dedican sus padres. Las profesiones, trabajos y oficios que se van enumerando –sucediendo– connotan una esfera laboral propia de la cultura popular –cuando no marginal–: padres y madres empleados en kioscos, enfermeras, policías, cartoneros, desempleados, changueros, alguno, incluso, preso en Marcos Paz. El turno de Jonás –sus palabras– enmudece al aula: “Mi mamá trabaja de prostituta y nadie más tiene que decir nada de eso”. El proceso interior que desata el enunciado de Jonás conecta a la narradora con la lengua (materna) del padre, quien, cervezas de por medio, recuerda nostálgicamente su patria –Paraguay, intuimos– en la precariedad de la casilla (no de la casa) en la que viven: “y él se pone a decir cosas en un idioma que no entiendo y habla solo y después me dice que tengo un montón de primos allá (…) y que allá está mi abuela y que un día vamos a viajar y vamos a conocernos todos y que él se va a traer a su mamá para que viva con nosotros en la casilla”.
El suburbio, donde imaginamos el hogar del niño de “Papá Noel duerme en casa” –y locación recurrente de muchos de los personajes de Salinger o Carver, tan caros a Schweblin– ha dejado lugar a la villa; los conflictos parentales y las infidelidades, a la ausencia de la madre (que ni siquiera es nombrada por la niña); y los problemas de comunicación, al desconocimiento de la lengua del padre (en nuestra lectura, el guaraní). Si en el cuento de Schweblin la felicidad está, imaginariamente, más allá (en la proyección del año entrante, en el que Papá Noel sí podrá traerle al chico lo que desea), en López se traslada al padre –puesto que la niña sólo tiene angustia y palabras en su interior– y el más allá, como en una reescritura de la literatura y la historia argentinas de comienzos del siglo pasado– cobra la forma de su tierra natal –no ya España o Italia, sino Paraguay–: “que él [su padre] la extraña [a su abuela] y se la quiere traer acá, para que viva con nosotros, y esté sentada en el pasillo y hable con las vecinas y vea cómo es acá, y cómo se vive, que hay muy pocas papas y muy poco maíz y muy poco gusto y que después de los pasillos está el asfalto y están los colectivos”.
“El chico sucio”, cuento de Mariana Enríquez que abre Las cosas que perdimos en el fuego, de 2016, narra los conflictos de clase subsumidos en la relación que la narradora del cuento, una mujer joven de clase media que vive en Constitución – barrio signado por la heterogeneidad de la cultura popular– tiene con un niño marginal que duerme en la calle junto a su adolescente y adicta madre, en la vereda enfrente a su caserón. Atravesada por la culpa de clase, la joven intenta amoldarse al universo popular y vincularse con el chico sucio. Sin embargo Lala, su amiga travesti, deja en claro la imposibilidad de la empresa: “–Qué sabrás vos de lo que pasa en serio por acá, mamita. Vos vivís acá, pero sos de otro mundo”. Una mañana, misteriosamente, el niño desaparece, y en una acometida final, la madre le confiesa a la narradora que ha ofrecido su hijo a los “narco brujos” –a cambio, probablemente, de una dosis.
Si en Schweblin se observaban ya los restos de una familia tradicional, agrietada por infidelidades y silencios patológicos, y en López la familia conforma en sí misma una falta, por ausencia (de la madre), por distancia (de los parientes paternos, en Paraguay), en Enríquez nada queda en pie. Del hogar suburbano, del resguardo interior de la habitación del niño y su ilusión navideña, al malestar de la niña de López, que convive en la casilla con el extraño (el extranjero) en el que por momentos se convierte su padre, con su idioma ininteligible; y de lo exiguo de la casilla al exterior más inhóspito y salvaje del chico sucio y su madre, que duermen en una esquina sobre colchones gastados. Esa exterioridad se da también en la representación de los personajes: mientras que el niño de Schweblin y la niña de López hablan por sí mismos –son cuentos en primera persona–, en Enríquez se habla sobre (diría Benveniste) el chico sucio. Despojado de aquello que lo configura como sujeto –de lenguaje y de nombre, ya que permanece anónimo–, al niño marginal, que no concurre a la escuela porque vende estampillas en el subte, nada le queda y, mucho menos, nada le pertenece. Sin hogar, sin familia, sin nombre. Los marginales, los muertos en vida que están a la vista de todos y que la clase media ha naturalizado, parece decirnos Enríquez, como parte del paisaje tenebroso –de la naturaleza– del conurbano bonaerense.
27 de marzo de 2019