“Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración”. Esta sentencia, de un otrora escandaloso y hoy ninguneado personaje sabatiano, resume en buena medida el universo cruel y existencialista de los cuentos de Abelardo Castillo. Una sentencia, por otra parte, de la que esa galería de crápulas, perversos o perdedores que deambulan por las calles y caminos pueblerinos de esta poética echaría mano para justificar alguna de sus deleznables o traicioneras acciones. Una sentencia, entonces, que es un acto, y que apunta a lacerar al otro, y, en ocasiones, a uno mismo.
Un conjunto (caprichoso) de cuentos, que despuntan en su primer libro de relatos –Las otras puertas, de 1961–, y alcanzan su última publicación en el género –El espejo que tiembla, de 2005– serviría para dar cuenta de algunas ideas sobre la crueldad en Castillo, obstinada siempre en punzar el cuerpo o el espíritu de los personajes. Porque aquí, la crueldad que interesa apuntar, se resume en esa acción traumática: la de marcar al otro. De esas marcas, justamente, estaría surcado el universo de nuestro autor. “Lugar siniestro este mundo, caballeros”, aseveró Gogol.
Si la crueldad, como anunciaba William Blake, tiene un corazón humano, atraviesa toda cultura y circunstancia y se inmiscuye en cada pensamiento y en cada acción. La franja etaria –la niñez, por caso– no supondría entonces un coto, una defensa o una edad dorada exenta de su reinado. En el primero de los relatos que Castillo publica sobre el tema –“Conejo”, de 1961, en Las otras puertas–, el pequeño Julio parece gozar informándole a otro pequeño, el narrador, que su madre lo ha abandonado, dejando a su padre por otro. “Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería”. La marca que Julio deja en el chico lo hunde en un pozo de tristeza. Desconsolado, le confiesa su malestar al conejo de juguete –un regalo de la madre abandónica–; del monólogo confesional, el niño pasa a la ira, y es él, ahora, el que marca al conejo (signo presente de la ausencia materna), destripándole la barriga.
De todos modos, independientemente de la crueldad como atributo de la condición humana, las conductas viles en el mundo infante serían un reflejo miniaturizado de las prácticas de los adultos, lo que supone un universo concreto condenado a reproducirse en su sadismo, antes que una esencia antropológica repitiéndose in eternum.
Podría pensarse “Noche de epifanía”, cuento que Castillo publica 44 años después en El espejo que tiembla (2005), como un ajuste de cuentas, como la venganza que la niñez se cobra, por fin, ante el más dañino de los actos que los adultos han perpetrado sobre los chicos: haberlos traído al mundo. Marcada por el asfixiante clima hogareño de discusiones entre los padres y la abuela, la niña Carola escribe, por pedido de su hermanito menor, una carta a los Reyes Magos: desea que le traigan un tigre de Bengala. Ya en la cama, Carola siente el abanicarse de la cola del tigre que tal vez esté, sigiloso y hambriento, a la espera de que los padres ingresen a la habitación, presto a devorarlos.
Más allá de si el animal salvaje, efectivamente, se encuentra allí o no, lo crucial radica en que la niña no sólo ha fantaseado y deseado la muerte de los padres, sino que ha pasado al acto, puesto que no está convencida, enteramente, de si la existencia de los reyes es o no una falacia. Está jugando, entonces, con una probabilidad concreta de que su pedido fratricida se efectivice. En otras palabras, ha sido capaz de avanzar un paso significativo en ese trayecto imaginario cuya fantasmal meta (o marca) final radica en el asesinato de los padres.
Volviendo a Las otras puertas, en “Also sprach el señor Núnez”, un oficinista al borde de la locura –la que puede llegar a producir las condiciones laborales capitalistas (en Castillo hay otras puertas, también, a otras locuras)– conmina a sus compañeros de clase/trabajo, desde la cima de un escritorio y al fragor de su escopeta, a una revolución suicida. Es que la decisión de la propia muerte –les revela el señor Núñez– es la única pertenencia de un asalariado. Como burócratas zombies, los oficinistas se han automatizado y “embestiado”: “Se volvieron idiotas de tanto cumplir un horario, de atender el teléfono, de sacar cuentas millonarias mientras tenían un peso en el bolsillo”. Las relaciones de dependencia laboral y el tipo específico de trabajo oficinesco marcan la mente y el cuerpo de los trabajadores, dejando daños físicos casi irreversibles. “Dentro de veinte años serás jefe de sección [le vaticina Núñez a un cadete] (...) pero estarás miope, tendrás una protuberancia escandalosa junto a la uña y, de tanto vivir torcido, te vendrá una hernia de disco a la altura de la quinta o sexta vértebra”. La crueldad de este régimen (político)económico se visibiliza tanto en las heridas en el cuerpo como en la robotización de la vida humana; violencia que la ciudadanía acepta porque las ideas hegemónicas la sustentan y la sostienen.
En el ámbito de este relato, la herida brutal y definitiva no es física sino, precisamente, ideológica. La locura resulta ser una marca de la que no hay vuelta atrás (a Núñez terminan por llevárselo a la fuerza, y la rutina sigue su curso habitual); la locura es el efecto de ser marcado por un sistema de sentido político-económico como diferente, como ajeno (enajenado) a la norma. Efecto y, en verdad, causa de la marca: son las condiciones –los abusos– laborales los que, en el cuento, producen la locura que el mismo sistema se encarga luego de expulsar.
Otro sistema y otro régimen, de inclinaciones feudales y de un verticalismo machista intolerable, rige “Patrón”, el segundo relato de los Cuentos crueles, de 1966. Antenor Domínguez, dueño de la estancia “La Cabriada”, entiende que otra de sus propiedades –su mujer– tiene como único propósito engendrar “su voluntad”, y brindarle la única descendencia válida: un varón. Luego de golpear a uno de los peones por “mirarle la mujer” le asegura: “Si andás alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo”. ¿En dónde se ve el poder –escribió en algún lado Andrés Rivera– si no en el cuerpo del otro? La crueldad –la marca del patrón– penetra y modifica el cuerpo de Paula por nueve meses. Al comprender que está embarazada, le confirma al “amo”: “Va a tener el chico”. Este modo de comunicar la noticia denuncia que el cuerpo marcado por el patrón no es suyo; Paula no usa formas verbales que la incluyan (voy¸ vamos a tener un hijo), excluida como está de su propio cuerpo y de la designación de su lenguaje, que no es el suyo, porque la omite.
Como contrapunto de la violencia machista de “Patrón”, “La garrapata”, cuento de Las panteras y el templo (1976), narra la historia de una marca (de una succión) que una suerte de femme fatale vampírica produce en Sebastián, joven buenmozo, diez años menor que ella. A medida que la relación avanza, el hombre comienza a decaer físicamente, a perder energía y voluntad. Contrariamente, Norah rejuvenece al punto de convertirse en una adolescente vital. Como una garrapata, le ha chupado la sangre: “Le digo que le sorbió el seso. Lo atrapó, esa es la idea, como entre las babas de una araña”, le comenta el narrador amigo de Sebastián al narratario. Como una reescritura del célebre “Almohadón de plumas” de Quiroga, Castillo combina, en un retrato con guiños gótico-románticos, la belleza vampiresca e indescriptible de Norah, con el asco y la repulsión del ácaro, mencionado de forma explícita sólo en el título.
Es lícito leer “Patrón” dentro de las coordenadas realistas: nada más creíble en la sociedad actual que el abuso y el atropello, simbólico y material, del hombre (mejor dicho, del macho) hacia la mujer. La de Antenor Domínguez era una “ancha mano de castrar y marcar”. Castrar y marcar el ganado; poseer y marcar (con su semen y su apellido) el cuerpo (el embarazo) de Paula. A la hora de proponer una venganza femenina, a la hora de postular una acción violenta y total de la mujer hacia el hombre, Castillo tiene que recurrir a un verosímil cercano a lo fantástico, y construir a la mujer con los resabios arquetípicos del monstruo. Mientras que la crueldad de la mujer es del orden de lo sobrenatural y ominoso, la del hombre tiene efectos inmediatos, concretos, literales, si se quiere. El macho marca el cuerpo de la mujer; la mujer, por su parte, ha dejado huellas atávicas en el inconsciente (del hombre).
En distintos momentos de su carrera Castillo ha insistido en la idea de ser el autor de un único libro de cuentos: Los mundos reales. Cada uno de los volúmenes de relatos simbolizaría, así, una puerta de acceso diferente a su narrativa. Ingresar en esa pluralidad literaria implica aceptar una serie de pérdidas: la de la inocencia en los vínculos humanos; la de las buenas intenciones del amor; la del bien común; la de la fiabilidad de la razón. Pérdidas signadas por marcas: las que tajean el cuerpo o el espíritu del otro y las que la estructura social o el inconsciente dejan en el individuo. En los mundos de Castillo, “toda compañía tiene un precio”, como afirma el solitario narrador de “La Cosa”. El problema es que el precio que uno tiene que pagar por estar consigo mismo (con las maquinarias de su propia mente) puede ser aún peor.
13 de julio, 2022