Llamadlo Ismael... podría comenzar, con una paráfrasis de Moby Dick, Una luz muy lejana, la primera novela de Daniel Moyano, publicada originalmente en el año 1966 y recuperada ahora por la editorial cordobesa Caballo Negro. Pero si en la clásica novela de Melville, Ismael es el sobreviviente que narra la historia de la mítica lucha del hombre contra el poder de la naturaleza, aquí es extradiegético el narrador que asume la tarea de relatarnos las peripecias de otro sobreviviente, también con el nombre bíblico de Ismael, quien encarna y asume el desafío de enfrentar a otra fuerza terrible, a otro poder demoledor: el de la ciudad que asimila y destruye a todos los individuos que se atreven a entrar en ella.
Proveniente de uno de los tantos pueblos de provincia diseminados por el desierto, de un caserío que se desdibuja y se pierde en recuerdos borrosos, inexactos, el joven Ismael llega a Córdoba capital –aunque podría ser otra ciudad, cualquiera o todas–, trazando el movimiento de tantos hombres que dejan el campo para construirse un futuro, una vida de cero, “para nacer de nuevo”, en la ciudad. En este caso, Ismael se lanza a la aventura guiado por las voces que irrumpen en su consciencia, y en el relato, y que lo orientan en la búsqueda de la luz, de una inhallable luz muy lejana. Sin embargo, su arribo se produce a destiempo y como un “intruso”, prescindible, intercambiable, actor de reparto de una tragedia o de una parodia que no lo necesita porque él sabe “que había llegado tarde... porque cuando pudo ver, oír y oler, y percibir en fin, la ciudad había envejecido hacía mucho tiempo, los héroes habían completado su historia y envejecido no sólo en sus vidas sino en sus solitarios monumentos. Y nada de lo que él pudiera hacer allí modificaría las cosas, que seguirían una costumbre iniciada en la eternidad”.
De todos modos, Ismael se acomoda silenciosamente en una pieza gracias una carta de recomendación de alguien que no recuerda, trabaja de lavacopas en un bar “grande y antiguo”, lleva una vida retirada y temerosa eludiendo las amenazas que presiente en ese universo desconocido y hostil, “un lugar lleno de peligros, de accidentes, de ambulancias, de asaltos, ante los cuales la gente permanece indiferente, como si los desease”, que lo acepta con indolencia o desprecio. Hasta el momento en que, para celebrar el año nuevo, acepta la curiosa invitación del mozo Eusebio, quien lo conduce a los lindes, “a una casa muy vieja, a una cuadra y media del arroyo”, para comer un cordero sacrificado para la festiva ocasión. Allí, rodeado de habitaciones en ruina, de pobreza y abandono, sentado frente a la larga mesa de la última o la primera cena, Ismael verá desfilar, entre diálogos, burlas y bailes procaces, a los seres que habitan ese pensionado marginal. Hombres y mujeres que se convertirán para él en “los únicos habitantes de la ciudad, o por lo menos sus representantes más cabales” y que nos demuestran la maestría de Moyano para crear (o recrear) personajes humanos, profundos, consumidos por la vida y las desgracias, fieles a sus vicios, buscando a tientas una imposible redención. Marta, la de piernas elefantinas; Teodoro el devorador de libros, el intelectual que habla en un registro inverosímil en esa escenografía marginal; el borracho Endrizi y el otro enfermo, sumiso, degradado de Mensaque; Reartes, el cornudo vendedor de helados y nostálgico guitarrista; la Flaca, que busca un piano de cola para poder acompañar su canto; Teresa, la prostituta y Tomás, su burlón enamorado; Peralta, el cruel... y todos los otros “eslabones de una especie de cadena que comenzaba allí y no se sabía dónde terminaba”.
Los circunstanciales reencuentros con cada uno de ellos, en un correr o saltar de un tiempo que no se explicita en la novela, son los capítulos que nos van llevando al final circular, o laberíntico, de esta historia de un sobreviviente que ha encontrado quién le escriba. El narrador que inventa Moyano parece sugerirnos que en esa lucha contra la ballena blanca que es la ciudad (y sus crímenes y aberraciones), siempre es el hombre quien decide, quien elige entre las alternativas posibles, persistir en la aceptación de la derrota, de la desgracia, de la perdición, o intentar una difícil salvación, una liberadora huída.
Por otra parte, en ese variopinto reparto de grotescos personajes es posible percibir trazos arltianos, como también es irresistible pensar en las novelas de Roberto Arlt al pegotearse con la atmósfera sórdida y miserable de los suburbios, del interior de las casas proletarias, de los bares donde los personajes se embriagan como cumpliendo una obligación, o en el descampado en el que varios hombres se reparten una mujer destruida. A su vez, todos esos espacios contrastan violentamente con los decorados de la modernidad: la sala de cine, los enormes edificios en obras, los autos que pasan y los tranvías iluminados que recorren las calles y atraviesan las multitudes de individuos suplantables e indiferenciados.
Moyano escribe y nos describe imágenes reveladoras, símbolos que remiten a la angustia de encontrarse dentro de un mundo que, a pesar de mostrarse en construcción, ya está concluido, terminado desde hace tiempo y donde se impone el desencanto de sus ruinas materiales y humanas, la angustia existencial, la soledad entre las multitudes y el dolor de los desclasados. Salvo cuando Ismael mira durante horas la ciudad “desde los bordes”, desde afuera, donde las cosas se confunden y pierden su consistencia; o cuando encuentra a la hija de Endrizi, la joven Beatriz, que desde su nombre y su pureza evocan a la Beatrice dantesca, la esperanza es siempre un vedado paraíso.
Cruda y brutal, desgarradoramente realista pero intensamente poética y humana es la marcha de Ismael hacia Una luz muy lejana.
20 de julio, 2022
Una luz muy lejana
Daniel Moyano
Caballo negro
196 págs.