La experiencia del exilio, sobre todo cuando se trata de un exilio forzado, opera desnaturalizando categorías ontológicas y propiciando una incomodidad que pone al sujeto en alerta frente a lo que habitualmente da por sentado: la identidad se torna inestable, lo propio y lo ajeno se desdibujan, el espacio cobra un nuevo significado y el tiempo se complejiza, pareciera que plegándose a través de permanentes reactualizaciones del pasado. Y si quien transita esta experiencia es alguien que escribe, es más que probable que esta serie de inquietudes acaben cobrando cuerpo en sus textos. Ese al menos parece ser el caso de la escritora argentina Cristina Siscar, exiliada en Paris entre 1980 y 1986. “Yo viví ese tiempo (ese tiempo entre paréntesis) en una especia de shock, que me abría las puertas de la percepción sin necesidad de ninguna droga”, declara de manera elocuente, y agrega: “...mi vida transcurría a la vez en dos lugares: el del pasado, el del recuerdo, donde me había visto reflejada como en un espejo, y ese otro que era puro presente, donde no había ningún testigo de mi pasado, el que sólo parecía existir en mi relato”. Aun sin proponérselo, esta declaración personal habla de manera elocuente de su nueva novela, Vestigios, donde, si bien no se tematiza de manera directa la cuestión del exilio, una vez más todo gira en torno al pasado, o más precisamente a la punzante presencia del pasado en el presente.
Rita, la protagonista de esta novela, es una periodista de mediana edad que, transitando esa suerte de irrealidad provisoria que es el verano porteño, se ve interpelada por una serie de señales que aluden a zonas ensombrecidas de su historia personal, que incluye, claro, parte de la ensombrecida historia de su país. El ciclo se activa una tarde en la que, al volver del trabajo, encuentra en el buzón de su edificio un papelito rosa con el membrete de un correo privado, aviso de que han pasado a entregarle un sobre proveniente de Chile. Eso le dicen cuando llama al correo, al que promete ir cuanto antes a retirar el envío. Pero, por una u otra razón, se demora, y atizada por el enigma que sugiere ese papelito rosa, comienza a hilvanar recuerdos que, conectándose de manera difusa, van armando una suerte de red inestable en la que todos los componentes parecieran estar de algún modo conectados. Rememora una inesperada llamada telefónica de una ex compañera de colegio que, de manera repentina, había tenido que exiliarse junto a sus padres en Europa, lo que a su vez deriva en la mención de Mercedes, la tercera del trio adolescente, que ha tenido una muerte brutalmente trágica. A la vez, reafirmando el tópico central, Rita trabaja en la escritura de un artículo sobre relojes y calendarios que, calibrando lo que propone la novela, deriva en un texto sobre los efectos del tiempo, con menciones explícitas a huellas (las de la pisada de un niño perteneciente al grupo humano más antiguo del que se tenga constancia en américa), ruinas (la de una ciudad griega sumergida) y restos arqueológicos (los del primer instrumento musical conocido).
Lo interesante en este caso es que la recurrencia al pasado no supone una mirada melancólica o una vindicación de la memoria meramente enunciativa, sino que opera explorando el modo concreto en el que ese pasado gravita en la actualidad. Porque, tal como lo enuncia Agustín Fernández Mallo en su extraordinaria e imprescindible Teoría general de la basura “el tiempo pasado no es algo que viene a decirnos cómo eran las cosas antes, sino que, como si de un tiempo inverso se tratara, son huellas que vienen a decirnos como es nuestro presente, a construir una identidad contemporánea”. Así lo entiende Rita, que, traducida por la voz narrativa, se explaya en reflexiones que subrayan esta perspectiva, a la que incluso complementa postulando que la vitalidad del pasado depende en gran medida de su resignificación. “En ocasiones, sin embargo, algún suceso que afloraba de pronto, hacía retroceder lo más reciente y abría una brecha en el fárrago cotidiano, pero mostrándose de un modo nuevo y todavía indefinido, como algo que estuviera ocurriendo por primera vez o que apenas empezaba a vislumbrarse”.
Como es habitual en las narraciones de esta autora, el espacio tiene un papel relevante. Funciona como escenario pero a la vez y sobre todo para reafirmar el contenido tornándolo visible. En este caso, el espacio es la Ciudad de Buenos Aires (“Santa María de los Buenos Aires”), en una versión tan puntuada por los recuerdos que pareciera tratarse del recuerdo de una ciudad, acaso proyectado por el ánimo inestable de la protagonista.
A medida que la novela avanza y el pasado gana terreno, la ciudad se va transfigurando hasta tornarse en un sitio alucinado, sobre todo en la escena final, en la que se relata de manera pormenorizada el largo viaje en taxi que hace Rita con el papelito rosa en la mano en busca de ese misterioso sobre que alguien le ha enviado desde Chile. Ni bien sube al auto, se ve asaltada por el recuerdo de una frase (“Tienes que querer a mi país como yo quiero al tuyo porque es tuyo”), lo que la conduce a rememorar un viaje a Londres que realiza inmediatamente después de finalizada la guerra de las Malvinas, y en especial a la noche de año nuevo en la que conoce al portador de esa frase, fantasma omnipresente en su vida y, por extensión, en la novela. En simultáneo, para amenizar el viaje, el taxista le va relatando algunas de las historias sepultadas de la ciudad: la de los entretelones macabros de la construcción durante la dictadura de la Autopista y el Parque de la ciudad.
Sobre el final, cuando están a punto de llegar al correo, la ciudad se desdibuja hasta confundirse con el epicentro de un gran evento sísmico que ha dejado expuestas marcas de todas las ciudades que la ciudad ha sido. Es como si estuvieran viajando en el espacio, pero a la vez, atentos a las señales que los circundan, estuvieran viajando en el tiempo. “Retroceden. El taxi prosigue su marcha, pero retroceden.”, dice de manera elocuente el narrador, y agrega: “La ciudad se desintegra. Falta poco para que aparezcan las carretas saliendo de los saladeros, transportando charqui, las ruedas hundidas en el barro. ¿Es una vuelta al origen o es el fin? En algún punto se confunden”.
Ese punto, claro, alude al presente, pero a un presente entendido como una realidad compleja compuesta por la conjunción de un reciclado de todos los tiempos. Y es precisamente ahí, en la asunción de esa complejidad constelada, donde se signa la curiosa exploración que propone esta novela.
26 de octubre, 2022
Vestigios
Cristina Siscar
Paradiso, 2022
88 págs.