El libro de Ernesto Gallo, publicado en Rosario por la editorial Le pecore nere, está integrado por ocho cuentos amalgamados entre sí por un ambiente, personajes y un devenir del tiempo representado que invita a una lectura ordenada, de principio a fin, respetando la sucesión de relatos que nos presenta el índice y los números de las páginas. Sí, se debe leer –después, cada lector o lectora es libre de desobedecer este imperativo– como si esta Voz de vaca fuera una novela y cada uno de los cuentos, un capítulo de un único gran relato formado también por los hiatos, por los vacíos silenciados por las elipsis. Más allá de lo antedicho, cada texto admite una lectura aislada del todo, porque Gallo domina con seguridad la estructura clásica de este género literario. Incluso, cabe destacar que su libro fue finalista del Concurso Municipal de Narrativa Manuel Musto, organizado por la EMR, y que el cuento "Voz de vaca" fue publicado de manera autónoma por esta editorial.
En todos ellos se recrea el mismo ambiente, un espacio geográfico real: el campo chaqueño, espacio conocido por el autor, que nació en Resistencia en 1997. Es decir que nos encontramos inmersos en la vida dura del campo, con sus sequías y sus inundaciones; con su sol tremendo –expresión que se repite un par de veces, en, deduzco, un explícito homenaje a ese novelón de otro chaqueño: Carlos Busqued– con sus peones díscolos, brutos o embrutecidos, y sus animales típicos: los perros, los caballos, obviamente las vacas; junto a los peligros, la soledad, la alienación y el precoz salto a la adultez del primogénito que propicia el mundo rural.
A su vez, como señalaba, la unidad al libro se la otorga el narrador, la voz de Néstor, que se encarga de poner en movimiento cada relato. De todos modos, la continuidad de esa voz narrativa no impide que se perciban los diferentes estratos o capas del conjunto, es decir, que la escritura de cada uno de ellos tuvo lugar en distintos momentos que se corresponden con las diversas etapas del desarrollo literario del autor. De esta manera se contrapone el auspicioso comienzo del primer texto: “Aparecí manejando la F-100 de papá. Estaba dentro de su cuerpo. No controlaba ninguno de sus movimientos, pero el tacto y los otros sentidos me afectaban como si fueran los míos”, en el que se palpa un matiz fantástico –la posesión o, al menos, la circunstancial coexistencia del narrador en el cuerpo de su padre– con la “realista” y ya tan explorada, –por la literatura, la música y el cine–, visita del joven inexperto del interior a la ciudad de Buenos Aires, como se despliega en esa suerte de crónica o relato de viaje que es “La diligencia”. O bien, con la inverosímil operación que, en “Apéndice”, Néstor se practica a sí mismo, improvisado y torpe cirujano que se desangra y se desmaya mientras escarba sus tripas en busca de ese “pedacito de carne, una bolsa en forma de dedo, que se encuentra al final del intestino grueso”. El contraste entre estos dos textos con los primeros –al igual que con el último, “La noche más oscura”, en el que vuelve a destellar lo fantástico– revela que para lograr esa “voz de vaca” –que, como afirma el prólogo de Mariano Quirós y Pablo Black, consiste en un hablar de “forma original”– hubo una búsqueda, podría decirse: algunos ejercicios de calentamiento vocal.
Pero, al fin, o al comienzo, la voz se escucha y hasta puede conducir “con una firmeza que hacía imposible no obedecer” al lector o a la lectora en esos cuentos en que la modulación ha logrado encontrar su tono. En “Un hombre de campo”, en “Voz de vaca” y en “Dos elefantes”, ese desgarrador gesto de grandeza y piedad en el que Néstor y su padre ayudan a sepultar al hijo de un peón.
Por otra parte, la operación saeriana de la construcción de una “zona”, como se propone en el prólogo, no tendría por qué inhabilitar o desviarnos de la relación que puede establecerse con otra tradición –sin ponerme a ponderar cuestiones de prestigio–, mucho mayor en cuanto a los textos que alcanza, que es aquella que se adentra en el conflictivo vínculo entre un padre y su hijo. Es comprensible la maniobra de Quirós y Blanck de coaptar para las filas de su proyecto literario a otro escritor joven y coterráneo, de ubicarlo en la serie que los escritores del interior –interior tan vasto, tan heterogéneo, tan adocenado, a veces– han logrado construir respondiendo a la curiosidad de los lectores del centro –del nuestro y del hispanohablante–, esos que conocen el mundo rural solamente por los almanaquitos ilustrados por Florencio Molina Campos y se conmueven o sorprenden con las imágenes e historias de un espacio que les resulta extraño.
Insisto: Voz de vaca gana espesor en la tradición prolífica que se tematiza en la Odisea y en la Eneida –y la imborrable imagen de Eneas cargando a Anquises sobre sus espaldas–, en las tragedias griegas, como Agamenón, y llega a siglo XX de maneras tan diversas: desde el rencor y el resentimiento en “Carta al padre”, de Franz Kafka, o en la autoironía flagelatoria del Italo Svevo de La conciencia de Zeno, “La muerte de mi padre”, o con la intensa admiración en El olvido que seremos, de Héctor Abad Falcioline. En esa mezcla ambigua de sentimientos que expresa Néstor, de admiración atravesada por la impotencia, por la humillación y por el escarnio; en esa imagen de rudeza, de infalibilidad, de poder de su padre, desvirtuada por los dolores que muestran a ese ser todopoderoso en su debilidad se juega, en mi lectura, lo más interesante. El Padre que construye Gallo es el patriarca puesto en jaque de nuestros tiempos.
Todo ese fondo, el ambiente y la vida rural, pierden su peso frente a la más intensa y humana historia de la relación entre un padre y un hijo, que involucra a la madre y sus sufrimientos reprimidos, a los hermanos menores, a toda una familia, y al joven-hombre que, en soledad y a la intemperie, es el artífice de su destino.
22 de noviembre, 2023
Voz de vaca
Ernesto Gallo
Le pecore nere, 2023
114 págs.