Es como si alguien, un eventual editor, le hubiese encargado a Queneau escribir una novela de iniciación, y él, ateniéndose a su humor filoso y a su inteligencia insumisa, hubiera resuelto el desafío mediante la articulación de una proposición extrema: "envejecer a una niña". La consigna, claro, redunda en la inversión de la propuesta (esta novela es la contracara de una novela de iniciación), dando lugar a algo que es mucho más que una comedia. Proponer al envejecimiento como una forma de iniciación es una suerte de chiste serio, que expandido en clave novelística acaba revelando una sustancialidad que trasciende el mero efecto de comicidad. Así es como opera la máquina Queneau: extremando los términos y extendiendo la frontera de lo posible. No niega el lugar común sino que lo asume, pero para llevarlo a su límite de reversibilidad.
La "des-iniciada" en cuestión es la simpática Zazie, una niña en tránsito de dejar de serlo. Aún conserva la gracia y las dotes libertarias implícitas en la infancia, a las que se suman las propias de la mutación por la que transita, comenzando por el habla, en el que parecieran condensarse todas sus disconformidades. Como si acabara de descubrir que se trata de un arma, Zazie se ubica y disputa con el mundo adulto a través de un habla irreverente, que pareciera regodearse en el abuso de palabrotas. "Napoleón mi culo" es su santo y seña frente a casi todo. Demás está decir que se trata de una niña indócil, caprichosa y mal llevada, eso sin dejar de ser por momento ingenua, además de encantadora. Siguiendo la tradición del género, su iniciación-envejecimiento es propiciada por la circunstancia de un viaje, en el que supuestamente han de revelársele los secretos de la vida. No es lo que ocurre en este caso, claro, o acaso lo sea en su versión cómica y desencantada.
La cuestión es que Zazie viaja a París a pasar un par de días en la casa de su tío Gabriel, un gigantón al que apenas conoce. Es su primera vez en la ciudad y, como buena provinciana, lo único que desea es viajar en el metro; pero hete aquí que el metro está provisoriamente cerrado por huelga. El plan frustrado da lugar a lo imprevisible, es decir al suceso, que en este caso se despliega en una desopilante comedia de situación y enredo. Transitando por un París modular, en el que ningún sitio es lo que aparenta, Zazie se verá involucrada en un sinfín de situaciones, a cual de todas más disparatadas, y por las que irá conociendo a una serie de simpáticos "personajes", comenzando por la pandilla de allegados a su tío Gabriel (su compañera Marceline, el taxista Charles, el zapatero Gridoux, la moza Madô-Piecitos y el cantinero Turandot), más otros con los que se irá cruzando en sus correrías (el guía Fédor Balánovitch y su grupo de turistas, la viuda Muak y un indescifrable villano de múltiples nombres y aspectos).
Este zoológico humano se completa con un lorito parlanchín llamado Laverdure, que da la nota en muchas de las charlas, enrostrándole a alguno de los contertulios su muletilla. "Hablás, hablás, es lo único que sabés hacer", le dice, subrayando con emplumada ironía lo que ocurre en esta novela, que pareciera estructurase y discurrir principalmente en el habla de sus personajes. El tono, la comicidad y en muchos casos incluso las peripecias se juegan en el habla. Como pocos, Queneau entiende que el habla es la instancia en la que la lengua recupera su primaria impertinencia, liberando todo su potencial. A diferencia de la lengua escrita, está dotado de una serie de cualidades que se corresponden con los lineamientos implícitos en su programa: es un acontecer más inestable, más inventivo, más osado y más maleable (características que no casualmente definen a la niña Zazie y a esta novela en su totalidad). Pero no es que la escritura de Queneau se proponga como una mímesis del habla de su época (este libro es todo lo contrario al costumbrismo) sino que el habla empuja a la escritura hacia una nueva articulación, que denota la pobreza de las formas establecidas.
Queneau se pregunta en qué difieren la lengua escrita de la lengua hablada, y trama su escritura en el filo de esa divergencia. La lengua nueva (a la que él llamó "neofrancés") se fragua en lo que ocurre en la intersección, en la simultaneidad dialógica de los presuntos opuestos. Tal como dice Barthes, "casi todas las reducciones de Queneau tienen el mismo significado: hacer surgir en el lugar de la palabra pomposamente envuelta en su lenguaje ortográfico, una palabra nueva, indiscreta, natural, es decir, bárbara". "Dondeskapestatán", "Esokakakbahedezir", "Lermanito", ¿Noserá masiadográn?, dicen sus personajes, apelando a la rearticulación de palabras por asociación fonética, entre otras hibridaciones de ocasión. En sintonía con los personajes, también el narrador se pliega al humor desenfadado y a la ligereza del habla, promoviendo una cercanía lindante a la complicidad. Según Barthes, "el narrador es el propio Queneau", y de hecho es como si efectivamente fuera él quien le relata al lector esta historia sentado a una mesa en un café.
La escritura inestable, fraguada en relación al habla, tiene su correlato en la inestabilidad de sus personajes (incluida Paris, a la que podemos considerar un personaje más), cuyas identidades se definen (o más bien deberíamos decir que renuncian a definirse) en la intermitencia entre el "ser" y el "parecer". En esta novela nada ni nadie es lo que aparenta y todo pareciera estar en proceso de transformación. El ejemplo más palmario es el del villano Pedro Rezagos, un puestero que deviene en sátiro, que deviene en cana, que deviene en policía de tránsito (que se hace llamar Trincaleón), que deviene en sátiro (que dice ser el inspector Bertin Puerrot), que deviene en jefe de policía (que se hace llamar Arúd Arashid). Queneau desarticula la idea de personaje en tanto una identidad definida, socavando un pilar esencial de la novela burguesa. En su lugar, propone el devenir mutante de la multiplicidad.
Del mismo modo que tensiona la escritura poniéndola en relación con el habla, Queneau tensiona al género novela haciéndolo permeable a otros géneros y diciplinas. Zazie en el metro tiene una cierta impronta teatral, no sólo por la preeminencia de los diálogos, sino además por el modo preciso, digamos que coreográfico, en el que los personajes entran y salen de escena. Algo parecido podemos decir en relación al folletín y al comic, presentes por ejemplo en la figuración del villano de esta novela, que remite a "Fantomas", maestro del disfraz del que Queneau era un fanático confeso. Pero quizás la música (parienta directa de las matemáticas, otra pasión oblicua del oblicuo Queneau) sea la más gravitante. En principio por la articulación calibrada de los instrumentos involucrados, pero sobre todo por el tratamiento general de la escritura, asentada en el ritmo y matizada por la coloratura y la fuerza expresiva del habla. Para beneplácito del lector local esa musicalidad pervive en la muy buena traducción de Ariel Dilon, que en principio se apega a la métrica invisible que tracciona la prosa de Queneau. Tiene el mérito, además, de proponer una lengua híbrida en castellano (tramada en el variado catálogo de formas y modismos del habla rioplantense) para las torsiones del francés que propone el original, conservando la fluidez y la comicidad, y generando hallazgos lexicales acaso equivalentes a los que generó Queneau.
En un más allá de su apariencia liviana (y considerando que esa liviandad es un parte sustancial de la ecuación), Zazie en el metro contiene todo el arsenal disruptivo que su autor introdujo en la literatura. Operando de manera simultánea en los diferentes planos de esta cómica aventura, tallan la inestabilidad, la mezcla, la inversión, el desplazamiento y la trasmutación, abriendo la experiencia a lo impredecible. Nadie, salvo Queneau, podía prever cuán provechosa podía resultar la empresa de envejecer a una niña.
30 diciembre, 2020
Zazie en el metro
Raymond Queneau
Traducción de Ariel Dilon
Godot, 2020
191 págs.