En la antigüedad, sólo algunos pocos (dioses, reyes, ricos) poseían el privilegio de inmortalizar su imagen. La práctica recién se democratizaría durante el renacimiento, cuando los artistas comenzaron a incluirse como parte en sus propias obras. La mirada estrábica que Jean Fouquet plasmó en su autorretrato de 1450 inaugura la paradoja de esta práctica: al representarse a sí mismo el artista se divide en dos y, de esta manera, la mirada personal se entrevera con la ajena. Esta tensión escópica es la misma que puede rastrearse en Autorretrato, la biografía de la pintora inglesa Celia Paul, el notable hallazgo de Chai en traducción de Esther Cross y acompañado de reproducciones de las pinturas de la artista.
Según confiesa la propia autora en entrevista con The guardian, este libro nació a partir de la muerte de Lucien Freud, nieto del fundador del psicoanálisis y uno de los grandes maestros de la pintura de posguerra. En las notas necrológicas, el nombre de Celia Paul había sido relegado al papel de musa inspiradora, incluso al de una de las tantas amantes del, junto con Francis Bacon, renovador del arte figurativo. Así que ella, tan etérea y modosita, decidió tomar la palabra. Lejos de un ajuste de cuentas, estas memorias procuran hacer valer su lugar como artista que, en su caso, tan anudados están uno y otra, también implica reclamar un lugar en la vida. Desde sus inicios, la pintura representó para Paul la manera de preservar un espacio propio.
Pintora y modelo, Celia Paul, 2012 (óleo sobre tela)
Hija de un pastor y teólogo inglés, Celia Paul nació en Kerala, India, en 1959. Recién en los sesenta las cinco hermanas y sus padres regresarían a Inglaterra, a raíz de que la futura pintora recibiera el diagnóstico de leucemia. Después de una recuperación milagrosa, por no decir sospechosa (“Sabía que me había enfermado para llamar la atención de mi madre”), Paul fue enviada a una escuela en Devon. Durante su estancia como pupila se hizo amiga de una muchacha con quien compartía el gusto por la poesía y una encarnizada y silenciosa competencia por el reconocimiento de la profesora de pintura. Paul comienza a pintar naturalezas muertas que componía con los materiales que le ofrecía el bosque durante sus paseos: “Todo podía ser importante, y yo percibía las cosas como revelaciones tocadas por una luz espectral”; en estas palabras puede rastrearse el germen de las trémulas siluetas que caracterizan a su obra posterior. Percatando la dedicación febril con la que Celia Paul pintaba, la profesora recomienda su ingreso en Slade, la escuela de Bellas Artes de Londres.
A dos años de haber ingresado allí conoce al reputado Lucien Freud, quien hace una ampulosa entrada como tutor y enseguida la invita a su departamento. Recuerda Paul: “Unos remolinos de óleo encrespado le rodeaban el pelo blanco y la cara curtida. Parecía el héroe romántico de una novela o una poesía”. Novicia en menesteres amorosos, Paul se muestra pasiva no sólo en los primeros encuentros. Pero había algo más. Porque si bien Paul cede permanentemente la iniciativa, Freud, carismático, seductor, se muestra avasallante. En cierto momento, el pintor desliza una oblicua mención al escultor Auguste Rodin y a su amante, Gwen John, quien renunció a su propia obra para privilegiar la relación con su maestro. A pesar de la admiración que profesaba por Freud, Celia, en cambio, nunca pensó en claudicar. A lo sumo, el problema para ella consistía en cómo sobrellevar sin sufrir los aires de galán empedernido y sus crecientes conquistas. A partir de un archivo de fragmentos de su diario de juventud, poemas, cartas y fotos, Celia Paul bosqueja en Autorretrato la turbulenta historia de amor con el artista Lucian Freud, que comenzó cuando ella tenía 18 años y él 55, y se prolongó durante una década, dejando como saldo, entre otras alegrías y tristezas, un hijo en común.
Pintora y modelo, Lucien Freud, 1986-87 (óleo sobre tela)
Pero esta historia es sólo un aspecto del libro. Por encima de todo están su pintura y el deseo de hacerle un lugar. En cierto sentido, el libro procura dar cuenta de la transición que hay entre las obras homónimas Pintora y modelo, de Lucien Freud y de Celia Paul. En el lienzo de Freud, hay un reconocimiento de Paul en tanto artista, a costa de que esta siga siendo objeto de su mirada. En el de Paul, en cambio, ella se autoriza a sí misma. Y es que para Celia Paul el autorretrato representó algo más que la mera exposición narcisista. Representó la posibilidad de apropiarse de su propia historia. Lo mismo sucede con Autorretrato. Al comienzo del libro, Paul nos confía que, más que una pintora de retratos, lo suyo es la autobiografía. A lo largo de su obra, sus etéreas figuras parecen flotar en un nimbo de luz en un intento de dar consistencia y volumen a lo que escapa a la mirada, al pincel, al tiempo. Como si recelaran del modelo alrededor del cual deberían gravitar, las siluetas manifiestan en voz baja el cúmulo de deseos, capitulaciones y pesadumbres que ocupan el centro de esa nadería que es la personalidad de cada quien. Dar voz a la franca mirada que uno preferiría callar es el motivo por excelencia de la obra de Celia Paul. Y es lo que tanto su pintura como su autobiografía dejan tras de sí: una crónica familiar de fantasmas.
8 de diciembre, 2021
Autorretrato
Celia Paul
Traducción de Esther Cross
Chai, 2021
240 págs.