A juzgar por el temperamento de algunos poetas parece que no es la esperanza sino el humor lo último que se pierde. Ósip Mandelstam, uno de los mayores exponentes de la poesía del siglo pasado (únicamente la barrera lingüística podría limitar el influjo a su país natal), y que sufrió como pocos la marca de la ley en el cuerpo, dijo: “este es el único país que respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso”. El país es Rusia, y la ironía no hace más que resaltar el desaliento de una situación que excedía lo razonable, o que la razón había llevado a un punto de no retorno.
A lo largo de su vida, Mandelstam fue objeto de numerosas requisas y detenciones que finalmente lo llevaron a la muerte. Las estoicas y no por eso menos desgarradoras memorias de su esposa Nadezhda Hazin –a quien sin duda se debe la perduración de la obra– son ilustrativas al respecto. Burlando las celosas pesquisas, el matrimonio guardaba manuscritos en los escondrijos más inusuales, sobre todo cuando ya no era posible apelar a la hasta entonces infalible memoria. (Es sabido que Mandelstam, gran conocedor de la lengua y obra de Dante, citaba pasajes enteros de La divina comedia, y su mujer no le iba a la zaga).
El caso es que el autor de Coloquio sobre Dante no participaba en otras actividades políticas que no fueran las de la lengua, pero había recitado ante un íntimo auditorio las dieciséis líneas de una sentencia de muerte, tal como un crítico ruso bautizó al luego denominado “Epigrama contra Stalin”. Poema capital de la intransigencia contra el autoritarismo a la vez que impar acto de coraje, retrata a Stalin como a un montañés, se habla de sus dedos gordos y grasientos, de sus bigotes de cucaracha, de su arbitrariedad y sadismo. Joseph Brodsky relativiza la ascendencia de estos versos respecto al destino ulterior de Mandelstam; consideraba que poemas anteriores del autor guardaban no menos ofensas o vituperios al régimen soviético. Sea como fuere, nadie se había atrevido a escribir algo semejante. Cuando su amigo, el futuro nobel Boris Pasternak oyó en 1934 de boca del propio autor los versos de ese mordaz poema, replicó, atónito: “Lo que me ha recitado usted no tiene relación alguna ni con la literatura ni con la poesía. No es un hecho literario sino un acto suicida que no apruebo y del cual no quiero tomar parte. Usted no me ha recitado nada y yo no he escuchado nada, y le pido que tampoco se lo lea a nadie más”. Sin duda, pudo más la tozudez de Mandelstam.
El poeta no fue fusilado sino confinado en la Siberia occidental y luego en Crimea, en la ciudad de Veronezh, donde pasó tres años junto con su mujer. Allí, entre junio de 1935 y mayo de 1937, en condiciones de extrema penuria y debilidad física, Mandelstam escribió tres cuadernos de poesía que se reunieron y titularon póstumamente Cuadernos de Voronezh. Estos escritos, que permanecieron inéditos en su país hasta 1988, componen la sosegada meditación sobre la supervivencia y la cercanía de la muerte de un condenado que se entrega a la poesía no como salvación o bálsamo sino como continuación de la vida.
Entre imágenes del inverno inclemente (la compacta tierra negra o la estepa infinitamente blanca, el aliento fantasmal) y de la primavera, con su reverdecer de flores y abejas; entre epifanías pasajeras y alusiones no tan veladas a Stalin (“el Judas de los pueblos futuros”), Mandelstam apunta cabildeos en torno a la locura, el poder, la amistad y la poesía. “Es sorprendente”, dijo su amiga, la poeta Anna Ajmátova, “cómo el espacio, la inmensidad, la respiración profunda surgían en los poemas de Mandelstam precisamente en Vorónezh, donde no estaba para nada libre”. En efecto, las condiciones adversas obraron una soltura inédita en él.
La edición de Blatt & Ríos incluye otras dos piezas, La cuarta prosa y Oda a Stalin, que junto con los Cuadernos forman una suerte de tríptico de la disidencia. Dictada a su mujer y luego escondida en diferentes sitios, y copiadas a mano tantas veces por ella hasta conocerla, según sus palabras, de memoria, La cuarta prosa es un iracundo ajuste de cuentas con los círculos literarios de su país, su mojigatería y servilismo ante el poder de turno; también una crítica impiadosa a la brutalidad de la burocracia cultural y lo absurdo de la construcción socialista. Por su parte, Oda a Stalin es al mismo tiempo un rutilante panegírico a su torturador y una súplica al “padre de todos los pueblos” para salvarse de la cruz; lo suficientemente taimada para no haber logrado su propósito. Hay quienes han visto en esta Oda una capitulación del poeta disidente. Nadie oculta que parece el reverso de aquel epigrama contra el dictador. “Para escribir una “Oda” así –escribió su mujer– había que afinarse como un instrumento, someterse conscientemente a la hipnosis general y dejarse embrujar por las palabras de la liturgia que, en nuestros días, ahogaba todas las voces humanas”. Y probablemente lo hizo forzado, no tanto para salvarse a sí mismo, sino a quien había sido su compañera de vida, aquella encargada, a la postre, de propagar su voz.
La erudición tamizada, el clasicismo grecorromano, el pulido de la metáfora y la exploración rítmica que, nos dicen, son los puntales de la poesía de Mandelstam resuenan en las versiones a nuestra lengua más como un anhelo que como hecho. A pesar del esfuerzo encomiable del traductor hay algo irremediablemente perdido de aquel prístino aliento. Una voz, como sostuvo Joseph Brodsky, que acaso tiemble como la llama de una cerilla azotada por el viento, pero que es decididamente inextinguible.
17 de abril, 2024
Cuadernos de Vorónezh
Ósip Mandelstam
Traducción introducción y notas de Fulvio Franchi
Blatt & Ríos, 2024
132 págs.