La sorpresa, primero, del nombre en la punta de la lengua en una sobremesa nocturna en las sierras de Córdoba; la imagen, más tarde, del presunto rostro al que ese nombre quizá pertenece, un rostro intocado aun por el calor de una escena. Y luego, sí, la escena, la posibilidad de evocarla, y de perderla, de hacerla presente porque ha sido perdida. Con estas puntas ─etéreas y parciales: deshilachadas─, Diego Vigna, en Dos maneras de dudar, trenza una indagación sobre los modos de construcción de la memoria (la analógica y la digital) que oscila entre las maneras sutiles del ensayo y la narración con tintes autobiográficos.
La toma de consciencia de la pérdida de un amor de la infancia ─en definitiva, eso vienen a constatar el nombre y el rostro evocados─ impulsa, entonces, una pesquisa por vías distintas a las mentadas por los motores de búsqueda. Plantea Vigna: “Si hubo una mutación del tiempo propio, en las dos últimas décadas, es la que trastoca las maneras de buscar”. Por lo que realizar una búsqueda física, digamos, material, implica problematizar la relación con el pasado, con aquello que lo singulariza y, más precisamente, con las formas digitales de recuperarlo. Google ─Vigna sigue en esto al semiólogo Héctor Schmucler─ mima la ilusión de la búsqueda cuando lo que en verdad hace es hurtar la posibilidad de perderse. En definitiva, continúa Vigna, “no se puede cuestionar un trazado cuando no se lo ve”. De ahí que una nota manuscrita en una muestra cuyo tema es “la relación entre el mundo tangible y el desvarío técnico”, o el bailongo de un casamiento al costado de una ruta cubana, afloren como mojones de una vindicación de la experiencia sensible, de un retorno a la materialidad de las cosas y de la sorpresa del contacto con otros. La búsqueda, de esta manera, perfila su sentido a partir del desvío.
Siguiendo a Benjamin, Dos maneras de dudar interroga el lugar y la posibilidad del archivo ante la cuantiosa, apabullante e inmanejable marea de datos a los que tenemos acceso de manera diaria, y advierte sobre la consecuente dificultad para construir una narrativa propia. Si el registro digital, en lugar de salvaguardar un tiempo perdido, promueve la producción de un presente instantáneo, fugaz y rápidamente olvidable, acaba configurando un espacio donde no hay lugar para la demora, el error o el imprevisto, escollos insalvables de todo descubrimiento, o al menos del estado necesario para que ello pueda ocurrir. En principio, esto podría concluir en la constatación (nada nueva por otra parte) de que con el avance tecnológico se modifica, o más bien se crea, otra mirada, en definitiva, otra subjetividad; pero Vigna da un paso más y plantea que esta otra mirada está en profundo desacuerdo con la reflexión y se inscribe en la lógica del consumo.
Cercano, por otra parte, al Chejfec que cultiva las formas de la documentalidad ─esto es, incorporando piezas que desestabilizan las categorías de ficción y testimonio, de invención y veracidad─, Vigna incorpora fotografías que realzan el artificio al tiempo que otorgan un suplemento de realidad. Pero su gesto más audaz consta de las prerrogativas que encuentra en la foto no tomada, toda una ética en torno a la inestabilidad y la posibilidad de abrir una fisura por donde colar el relato. Giorgio Agamben en El tiempo que resta escribió: “Lo que exige lo perdido no es el ser recordado o conmemorado, sino el permanecer en nosotros y con nosotros en cuanto olvidado, en cuanto perdido, y únicamente por ello, como inolvidable”. El acto del recuerdo no como la posibilidad de traer aquello olvidado al presente y así invisibilizar las marcas de su ostracismo, sino, por el contrario, reivindicarlo como resto. En este sentido puede leerse el rescate que Vigna hace no sólo de la foto no tomada, sino también de la búsqueda material. Lo opuesto, como dijo Héctor Schmucler, es la irreverencia claudicante del olvido.
30 de marzo, 2021
Dos maneras de dudar. Ensayo sobre escrituras, máquinas y miradas
Diego Vigna
Los ríos, 2021
120 págs.