Mezcla singular de Virgilio y Marcel Duchamp, hace tiempo que Graciela Speranza se ha transformado en uno de nuestros más avezados guías por los recodos del gran río del arte contemporáneo. Mirado con la perspectiva que otorga el tiempo transcurrido, el curso de su obra parece haber considerado siempre el mismo norte. Tal es así que después de vincular al autor de Boquitas pintadas con el pop-art (Manuel Puig: Después del fin de la literatura, 2000) y de seguir la estela del creador de El gran vidrio en las letras vernáculas (Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp, 2006), la ensayista trazó un mapa conceptual de la región (Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes, 2012) y más tarde detuvo el reloj de la época (Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo, 2017). En cada una de estas apuestas, Speranza ha redoblado su compromiso con una mirada crítica que sabe atender tanto a la novedad de las formas artísticas como a la interrogación sensible del presente, y de las que su tarea docente y de codirectora de la revista Otra Parte no son ajenas. Lo que no vemos, lo que el arte ve, que acaba de ser editado por Anagrama, nos dio la excusa de conversar sobre este y otros temas.
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En Lo que no vemos, lo que el arte ve planteás dos series de eventos que hacen a la fibra del presente: la crisis climática, por un lado, y la inmersión en un mundo digitalmente administrado, por el otro. ¿Ves un nexo común entre ambas?
Sí, claro. En principio son fenómenos coincidentemente opacos, complejos, inabarcables, “hiperobjetos” como los llama Timothy Morton, que existen fuera de nuestro campo de visión, nuestra escala y nuestro entendimiento. Grandes relatos demasiado grandes. Pero además hay nexos más concretos también invisibilizados. El impacto del complejo internet con su colosal consumo de energía y extracción de recursos no hace más que acelerar el descalabro climático. Por no hablar del presentismo obligado de la vida digital que no colabora a la imaginación del futuro, nos aleja del mundo material que está en juego y oculta la inminencia de futuras catástrofes. La figuración concreta de esa lenta violencia que se dispersa en el tiempo es un gran desafío y es precisamente allí donde el arte y la literatura pueden venir a auxiliarnos.
Las ficciones de catástrofe –que dan a la imaginación el consuelo falaz del desenlace abrupto y anulan cualquier atisbo de responsabilidad– no parecen ser una herramienta útil para pensar de manera crítica el presente. ¿Qué aporta el arte que lo diferencia de esas ficciones?
Efectivamente, en un tiempo en que reina la espectacularidad y las políticas públicas se orientan más bien a las necesidades más inmediatas, la cuestión de la representación es crucial. ¿Cómo representar en imágenes y relatos procesos complejos, a gran escala, aparentemente anónimos? ¿Cómo figurar esos grandes relatos demasiado grandes? Ya en los 60, Susan Sontag hablaba de una cierta complicidad del cine catástrofe, que nos libera de las obligaciones morales con sus versiones espectaculares del fin del mundo y normaliza los desastres. Creo que el arte que hoy cala más hondo no figura catástrofes futuras con las mismas formas gastadas, sino que se transforma con una cosmovisión ampliada. Cierto que el arte da a ver casi por definición, pero frente a los desafíos que enfrentamos puede cambiar la escala y el foco, y se ha vuelto cada vez más dispuesto a dar a ver “lo que no vemos”, más abierto al diálogo con otros saberes y otras formas de vida, a repensar nuestro lugar en el planeta y a recuperar el contacto con las cosas.
En Cronografías, tu anterior libro de 2017, aseverabas que la colonización del tiempo por parte de los dispositivos electrónicos y su lógica digital hacía estragos en la posibilidad de sostener un pensamiento reflexivo. Desde entonces, el diagnóstico parece haberse vuelto aún más oscuro. ¿Qué efectos tuvieron, en este sentido, las medidas de protección sanitaria que los gobiernos implementaron durante la pandemia de covid-19?
Por supuesto no podía imaginar el limbo temporal en que nos sumió la pandemia cuando escribí Cronografías, pero sin embargo esa experiencia paradójica del tiempo se anticipaba de alguna manera entre líneas. A la aceleración y el presentismo del mundo digital oponía ahí una especie de retardo reflexivo que ofrece el arte. Claro que no podía sospechar que un virus microscópico iba a sumir al mundo entero en un tiempo todavía más paradójico, una mezcla de urgencia por salir de la crisis y una suspensión del tiempo, sobre todo durante la fase más dura del encierro. Pero la inmersión en el mundo virtual que ya me alarmaba entonces se intensificó por necesidad con el trabajo remoto, la explosión del zoom y el streaming, el comercio, la educación y el entretenimiento mediado por las pantallas. La comunicación virtual parecía haber venido a salvarnos, a reconectarnos con el mundo distanciado pero, sin duda, con y sin pandemia, el precio que pagamos por entregarnos a la voluntad de los algoritmos, a sistemas invisibles de control y vigilancia, a los superpoderes de las redes sociales, es demasiado alto. El impacto cultural de la duplicación digital del mundo es ya incontrolable y quizás irreparable. Hay una expresión muy gráfica en inglés “a blessing in disguise” que podríamos traducir con nuestro “no hay mal que por bien no venga”. En este caso, sucede exactamente lo contrario.
Volviendo a Lo que no vemos..., en determinado momento decís que “Las vías de acercamiento a lo real se han vuelto más escabrosas en el siglo XXI” y que los recursos más audaces del siglo pasado resultan ahora insuficientes...
Sí, pienso ahí en nuevas formas de hacer lo real más real, es decir, en cómo formalizar la experiencia infinitamente facetada del mundo contemporáneo. Claro que la literatura y el arte modernos llevan mucho tiempo buscando formas de figurar el infinito sin la ilusión ingenua del realismo clásico. “El Aleph” de Borges o las novelas de Sebald son ejemplos claros. Pero ¿cómo volver más real la experiencia por definición virtual del mundo digitalizado? ¿Con qué artificios reconstruir la experiencia de “la nube”, por ejemplo, nuestro nuevo infinito? No voy a encontrar formulación epistemológica más precisa que la de Jean-Luc Nancy que suelo repetir. La pregunta en sus términos sería: ¿Cómo representar “la experiencia divorciada de las condiciones de posibilidad del conocimiento finito, y sin embargo experiencia”? Trilogía de la guerra, la novela del español Agustín Fernández Mallo, por dar un ejemplo, responde a ese desafío con su “realismo complejo”, mediante links ficcionales, mezcla de géneros, repeticiones, leitmotivs, ritornelos. También los océanos, los desiertos o los cielos estrellados de Vija Celmins buscan representaciones del infinito que, por la vía conceptual, van mucho más allá del hiperrealismo. Pero pienso también en el realismo desmesurado de Karl Ove Knausgård, que cuenta su propia vida en las más de tres mil seiscientas páginas de Mi lucha o, por una vía más borgeana, quiere mostrarle el mundo completo que ya casi no miramos a la hija que está por nacer, en una serie de ensayos breves, el cuarteto de las estaciones, en el que describe una colección arbitraria de especies de animales, plantas y árboles, flujos corporales, partes del cuerpo y la cara, momentos del día, fenómenos naturales.
Hablás de obras atentas a su tiempo y con una fuerte impronta política. ¿Quedaron atrás los tiempos de la autonomía artística?
Siempre digo que en el discurso de la política reina un realismo de poco vuelo, incapaz de imaginar el futuro, y que es precisamente en el arte donde esa noción pobre del realismo está menos a gusto. Incluso en el arte que no tiene vocación política pero se vuelve político cuando vuelve realistas fantasías que parecen impracticables. Y aunque, con ese deseo de reconsiderar el lugar del hombre en el planeta y atender a otras formas de vida, el arte contemporáneo abrió el diálogo con distintas disciplinas y otros discursos, los artistas y escritores más renovadores consiguen conservar su autonomía en obras que no ilustran los debates del Antropoceno, ni los reducen a un mero enunciado ecologista o un activismo ingenuo, sino que recrean sus medios y sus lenguajes con formas, dispositivos y procesos nuevos que pueden funcionar como cajas de resonancia.
Graciela Speranza por Juan Carlos Comperatore
A pesar de advertir acerca de los efectos que entraña la duplicación digital del mundo, no hay, de tu parte, nada parecido a un rechazo ludita a la tecnología. Es más, hacés constantes apelaciones a que el lector guglee tal o cual obra en su celular...
Como dice Bifo Berardi, resistir a esa transformación cultural que trajo la revolución digital es muy difícil y más bien hay que encontrar alternativas a la integración ciega al poder de las grandes corporaciones que hoy gobiernan el mundo virtual. Sé que la ilusión de hacer un uso soberano de la web es bastante ingenua, pero trato de aprovechar todo lo que nos ofrece, una accesibilidad fenomenal a millones de imágenes, bibliotecas, información, lugares lejanos, e incluso al azar de la deriva que lleva a grandes descubrimientos. La idea de esa invitación y cierta ayuda para buscar las imágenes de las obras en internet que se repite en el libro surgió de una experiencia real con la obra Tree Mountain – A Living Time Capsule, la montaña de once mil abetos que Agnes Denes plantó en una cantera de Finlandia para que dentro de cuatro siglos se convirtieran en un bosque primario. Nunca fui a Finlandia y solo vi fotos y videos de la obra, pero se me ocurrió buscarla en Google maps con la vista satelital y, con solo teclear “Tree Mountain Finlandia”, ahí estaba el bosque espiralado de abetos, bastante creciditos ya, plantados con la forma ascendente de una montaña. Me conmueve la empresa loca de Denes y los once mil voluntarios, la cápsula de tiempo en marcha, pero también me conmovió el pase de magia de internet que me dejaba ver la montaña, como sobrevolándola. Describir las obras es un gran desafío literario que emprendo con gusto pero las imágenes ayudan, claro. Y además, ¿quién no tiene hoy un celular a mano para buscarlas?
Hasta hace poco, por más que uno no hubiera visitado el Louvre podía consolarse con las imágenes de las obras y armar, como quería André Malraux, su propio museo imaginario. Pareciera que el arte ha ingresado en una carrera en donde, como dijo Cesar Aira, “la obra se vuelve obra de arte, hoy, en tanto se adelanta un paso a la posibilidad de su reproducción”. ¿Qué opinás al respecto?
En parte es cierto. No solo porque el arte conceptual y sobre todo el arte de instalación se resisten a la reproducción en términos prácticos (el registro fotográfico siempre será fallido o incompleto), sino porque el arte de instalación opera como el reverso de la reproducción. Si la reproducción destruye el aura de la obra única como nos enseñó Benjamin, el arte de instalación recupera el aura en una experiencia que sólo puede suceder en el “aquí y ahora” del lugar en que se muestra. El comentario de Aira apunta a ese giro conceptual del arte del siglo XX (digamos desde Duchamp) y señala ese movimiento (“se adelanta”, dice), fiel a la idea de las vanguardias. Pero creo que hoy conviven formas muy variadas del arte. Claro que es difícil renovar un medio o un lenguaje sin ese paso adelante pero no es imposible. Atrás quedaron los “posts” y los “neos”. Para felicidad de todos el arte es infinitamente variado. Y como decía Barthes en uno de sus últimos seminarios, todavía es posible componer música en do mayor.
Siguiendo el punto, ante estas obras que combinan diferentes disciplinas el crítico actual tiene el desafío de hacer de una suerte de écfrasis ampliada. ¿Puede el movimiento de la escritura, a diferencia de la imagen estática, suplir algo de la experiencia de una obra de, por decir un caso, Pierre Huyghe?
Es cierto, muchas obras exigen ese ejercicio de écfrasis ampliada. No creo que la escritura, e incluso la descripción motivada, puedan suplir la experiencia directa de la obra y por lo tanto es un gran desafío literario, que en este libro en particular me pareció casi un reto pero también una restricción que podía inspirar una forma creativa del ensayo: un libro que habla de arte sin imágenes. Y también es cierto que la escritura crítica, como siempre, puede reponer de un modo más explícito el diálogo de la obra con otras obras, otros saberes y otros discursos. En el caso de las obras de Pierre Huyghe, se trata, creo que deliberadamente (y ahí volvemos a la definición de Aira), de experiencias espaciales y temporales no solo irreproducibles sino también casi intraducibles al lenguaje. Son obras complejas, abiertas a relaciones entre especies y mundos muy variados, en una dinámica de fuerzas y procesos indiferentes a la percepción humana. Pero precisamente por eso me maravillan, y me parecen las más audaces, las más decididas a salir de nuestro recalcitrante antropocentrismo. Huyghe dispone ecosistemas que crean su propia realidad ajena a la mirada del espectador, y por lo tanto consigue transformar el lugar del espectador y del artista, y sobre todo escapar de la histeria del objeto artístico que solo existe para la mirada del humano que lo observa. Pero el lenguaje verbal tiene sus límites y, en este caso en particular, seguramente fracasa.
En otra de sus habituales piruetas retóricas, Aira desliza que en el arte contemporáneo “la creación de valores se hace contigua a su percepción en el gusto”. ¿Por qué decimos que plantar once mil abetos en una cantera de Finlandia –la obra de Agnes Denes de la que hablabas– es arte y no sólo activismo ecológico?
No sé si en este caso se trata de valor y gusto. Es cierto que hay una cuota de activismo, incluso en la convocatoria a once mil personas que plantarían los abetos y en la voluntad de mitigar, aunque sea mínima, simbólicamente, el descalabro climático. Pero solo la metáfora visual, el diseño de ese bosque espiralado basado en la proporción áurea fundido con la majestad de la naturaleza, están muy lejos de los mensajes más bien directos del activismo. Y además está la agudeza conceptual, la cápsula de tiempo: ¡es el mayor monumento natural del planeta que solo se completará dentro de cuatrocientos años! Si todavía no te convencí, podría decirte que un acto de hospitalidad, le robo la frase a Derrida, no puede ser sino poético.
Cómo elaboraste la curaduría de las obras. ¿Trabajás sobre obras que no te gusten o impacten?
La urgencia por dar visibilidad a esas dos amenazas de las que hablábamos se convirtió en una suerte de imán de obras y lecturas y, como cuento en el prólogo, dejé que ese arte y esas ficciones guiaran el pensamiento y el relato, que una obra me llevara a otra como en una especie de dominó, que una imagen encontrara ecos en una ficción o viceversa. La constelación, el atlas, el montaje me ayudan a pensar y también a dejar las series abiertas, para que el lector pueda completarlas en los blancos. Y no, casi siempre escribo sobre obras que me deslumbran, me conmueven, me perturban con su extrañeza, me ayudan a pensar, me disparan preguntas. Hay una especie de deuda de gratitud con esos artistas y esos escritores, que intento saldar describiéndolas, interrogándolas lo mejor que puedo, un entusiasmo que inmediatamente quiero compartir. El arte contemporáneo está bajo sospecha al menos desde Duchamp. César Aira, nombrémoslo otra vez, describe muy bien al “Enemigo militante del arte contemporáneo”, que se cree engañado con un arte que es “cualquier cosa”, cuando ese “cualquier cosa”, dice Aira, es precisamente la fórmula de su libertad. Yo soy más bien una militante inversa... una “entusiasta profesional”. Creo en el poder del arte y agradezco al arte y la ficción que nos regalan algo que no habíamos visto o leído antes, que dan a pensar, a escribir, a pensar escribiendo.
¿Por qué sostenés que el grupo de investigación multidisciplinario Forensic Architecture es la “piedra de toque” del recorrido del ensayo?
La reconstrucción estética y política de casos de violación de derechos o daños ambientales de Forensic Arquitecture me parece una respuesta extraordinaria a las preguntas que planteaba. Su “estética forense”, o más bien su práctica “contraforense”, que redirecciona las herramientas del estado, abre una vía concreta para reconstruir y dar visibilidad a lo que no vemos, renovar las relaciones del arte con la política y llevar los resultados a la esfera pública, incluso a la esfera del arte, potenciados por la fuerza visual y retórica de las presentaciones. Pero además la conceptualización brillante del “umbral de detectabilidad” de Eyal Weizman, fundador de la agencia, me parece una traducción muy precisa de “lo que no vemos” y de las posibilidades de volverlo visible que encuentro materializadas y mediatizadas por caminos muy variados en las obras de los artistas y escritores que incluyo en el recorrido.
Si bien citás varios ejemplos –las novelas de, Olga Tokarczuk, Tom McCarthy o Jenny Offill–, la literatura parece no estar en sintonía con las urgencias del presente...
Por algún motivo, es difícil encontrar en el mainstream de la literatura formas renovadoras capaces de representar una visión más abarcadora. Porque no se trata de figurar catástrofes con las mismas formas gastadas, como en ese nuevo subgénero de la ficción de género que ya tiene nombre en el mercado, la “ficción climática”. La ficción que más sintoniza las urgencias del presente se deja transformar por la escala del desafío, altera el punto de vista, el tiempo, el espacio, el lugar del escritor y el lector, como sucede en las novelas de Olga Tokarczuk, o registra las señales de alarma en la vida familiar cotidiana, como en las novelas de Jenny Offill, o intenta representar la experiencia abrumadora de la sobrecarga digital, como en las novelas de Agustín Fernández Mallo de las que hablaba, o experimenta con nuevos géneros como en La compañía de Verónica Gerber Bicecci, y hasta intenta escribir con un bot, como en un cuento de Patricio Pron, por dar algunos ejemplos.
Una cuestión menor pero que llama al menos mi atención es la ausencia, no del inclusivo, que nunca fue una marca de la casa, sino de la diferenciación gramatical femenina. Y recordé un ensayo tuyo publicado en Otra Parte en torno a Desierto sonoro, la novela de Valeria Luiselli, donde hablás del uso del clásico masculino “liberado ya de las batallas de la identidad”. ¿Podes ampliar esta idea?
Un problema, sí, para el que no encuentro ninguna solución que me conforme. Descartado el uso del inclusivo que no imagino todavía en un texto escrito (en la correspondencia opté por la x, que tampoco me conforma), las soluciones posibles son siempre problemáticas. Si vamos al caso concreto del libro, por ejemplo, en la apelación al lector, usé “lector” no sin considerar otras opciones. Descarté la repetición, “lector, lectora” que además de machacona me parece un gesto que, de tan obvio, tan voluntarista, pierde efecto. Pensé también en alternar, apelar a veces al “lector” y otras a la “lectora”, como sucede en algunos textos anglosajones. Pero se podía entender que en el caso de algunas obras prefería apelar al lector hombre y en otras a las mujeres, un disparate, y aun así quedarían excluidos otros géneros. “Lectores” en plural se acercaba más al inclusivo, pero el diálogo íntimo con un lector o una lectora se convertía en una exhortación, como de manifiesto. Así que decidí que por ahí era mejor asumir que las mujeres ganamos las batallas del género, como decía en ese comentario, y el clásico “lector” vuelve a incluirnos. Una solución medio prepotente, o si querés, utópica. En cualquier caso, no creo que la sobreactuación femenina sea una buena estrategia, incluso en luchas por la identidad más importantes que esta.
Desde el año 2003 dirigís junto a Marcelo Cohen la revista Otra Parte, que a partir de 2013 pasó del papel al orbe digital. ¿Cuál fue el mayor efecto de ese cambio? ¿Cómo concebís la tarea de la revista en medio de la inmediatez y lo efímero de la red?
Los cambios fueron muchos, no solo porque en Otra Parte digital decidimos revitalizar el noble género de la reseña breve y sumar solo algunos textos de intervención más largos en la sección Discusión, un formato que nos pareció más a tono con los tiempos de la web. La reseña breve, como bien sabés, es un ejercicio muy difícil, sobre todo si no se quiere perder densidad y precisión crítica, pero son muchos los colaboradores que los consiguen. Perdimos las discusiones muy animadas de cada número de Otra Parte impresa, que eran monográficos y por lo tanto en los encuentros decidíamos los temas, el sumario y a quién encargar los artículos con todo el grupo. Y los cierres, que eran una gran reunión de amigos... nos distraíamos de la corrección de las pruebas comentando libros, películas, los vaivenes de la política y las novedades de todos. Y también perdimos la alegría de hojear la revista con olor a papel recién impreso cuando llegaba de la imprenta. Fue un gran trabajo del equipo y todos los colaboradores durante muchos años, muy generosa porque la publicidad también generosa de algunos anunciantes apenas alcanzaba para pagar la imprenta. Estamos muy orgullosos de los treinta números que muy pronto estarán digitalizados en la web. Pero el grupo sigue firme, un milagro tratándose de un proyecto independiente, y tenemos cada vez más lectores, algunos muy fieles, y más colaboradores. Casi todo se resuelve virtualmente, pero nos reunimos periódicamente con los editores generales y de tanto en tanto con todos los editores de secciones que son muchos. Una fiesta salir de las pantallas y reencontrarnos.
Para terminar por donde comenzamos, ¿ves algún punto ciego en la mirada del arte? ¿Algún aspecto de lo contemporáneo que se le escape?
Muy difícil responderte, quizás porque estuve pensando en el arte y la literatura de hoy en la dirección contraria. Y porque veo y leo todo el arte, el cine y la literatura que puedo, pero tengo mis límites. Sí me parece curioso que el lugar que han ganado las redes sociales, y sobre todo sus “daños colaterales” –la adicción, la soledad, el narcicismo, la autopromoción, la banalidad, el odio indiscriminado, la información falsa– no hayan inspirado todavía grandes obras contemporáneas. Pero como habrás visto, prefiero hablar de “lo que el arte ve” que ya es bastante.
1 de junio, 2022
Lo que no vemos, lo que el arte no ve
Graciela Speranza
Anagrama, 2022
190 págs.
Fotografía: Alejandra López. Cortesía de Graciela Speranza