Aunque compartieran no pocos rasgos en común –el abolengo patricio, la presencia obligada en las tertulias de la época, cierto gusto por lo fantástico–, los mundos de Gloria Alcorta y Silvina Ocampo, ejemplo señero de madrinazgo involuntario, se distancian allí donde más parecen rozarse. Como si la ascendencia del mentor (o de la mentora, como es el caso) debiera calibrarse precisamente en escorzo, en un ángulo taimado. Si la crueldad es la divisa que los niños de Ocampo enarbolan como retruco a la opresión adulta, salvoconducto que les permite descorchar las esclusas de una vacilación fantástica más bien abrupta, el énfasis se muestra menos tajante en las piezas de Alcorta, quien prefería entintar la atmósfera de una ensoñada paleta de presencias huidizas. No era la búsqueda de un efecto aquello que la desvelaba sino, en todo caso, la posibilidad de morar entre los bastidores del sueño.
Si de Gloria Alcorta se trata, esto se debe al rescate (uno más) que Christian Kupchik ha operado en el apolillado arcón de las obras olvidadas. El tiempo –a pesar de Proust– difícilmente logre recobrarse, pero al menos puede no haber pasado en vano. Las causas del olvido suelen ser antojadizas, y sus actores inefables, aunque el concierto del olvido aquí parece haber estado bien orquestado. El hotel de la luna y otras imposturas, primer volumen de cuentos de la autora, se publicó en 1958 y pronto obtuvo el beneplácito de la crítica. A la andanada de elogios que habían cosechado sus poemarios –entre los que sin duda destaca el del nunca dadivoso Borges– sumaba ahora cierto recelo. Otra Ocampo, en este caso la matriarca Victoria, creyó percibir en el doblez de los cuentos una crítica al estilo decadente de la oligarquía bonaerense, clase social a la que, por otro lado, pertenecían ambas escritoras. No puede descartarse una cuota de hostilidad unilateral provocada por la creciente atención que Alcorta venía despertando en el círculo literario que compartían, porque, a decir verdad, sus medidas parecen a todas luces desmesuradas. Además de retirarle el apoyo del Fondo Nacional de las Artes que dirigía, Ocampo instó al gobierno del dictador Aramburu a proscribir a Alcorta. El corolario inevitable fue el exilio.
No debió haber sido un cambio tan brusco si se tiene en cuenta que volvía a la patria que la vio nacer. En París, se codeó con la crème de la inteligencia europea, algunos de cuyos nombres más eminentes ya habían desfilado por las dedicatorias de sus relatos. Con Jules Supervielle y Max Jacob mantuvo un diálogo asiduo fundado en las letras; Albert Camus, en cambio, prefería sacarla a bailar. Rebelde, desentendida de las etiquetas sociales (había bebido la ponzoña de la flor baudeleireana) cautivó a propios y ajenos con su personalidad (hay quien dice que su vida fue su mejor obra), y más aún con sus relatos, que parecen prescindir de coordenadas biográficas para fijar morada en tierra de nadie.
Quizá sea su condición de hablante anfibia de lenguas la que, precisamente, marca el trazo de su escritura. Cuando la leyó por primera vez, el diáfano José Bianco subrayó con sorpresa su originalidad: algunos giros inesperados, sutiles quiebres de muñeca, espabilaban la mirada. Como dos linajes que pugnaran por repatriarla, con Alcorta a veces se tiene la certidumbre de estar leyendo una traducción. Otro tanto lo aportan sus elecciones estilísticas en donde, siguiendo la precisa fórmula de Kupchik, “la poesía no abandona la prosa aunque sin invalidarla”. Esto sin duda se aviene con el mundo que propone El hotel de la luna.
Féminas insomnes que huyen de las zarpas del clan familiar, del matrimonio desventurado, del destino fútil depositando su celosa y acaso parva reserva de dicha en el oropel de los fuegos fatuos. Visires de la noche que portan ofrendas truculentas. Pintores con el arrebol de la locura en sus mejillas. Ultrajes de la carne y crímenes alucinados. Símbolos trasnochados (una camisa blanca, tres verdugos) y amores hechiceros al filo de la invención. Estos modales de sibila noctívaga, de mercader de arcanos, contrastan con una escritura tersa como alas de polilla. Aunque es sabido que la mayor ambigüedad suele obtenerse de la más vítrea transparencia.
Es probable que la complicidad de Alcorta con la pitonisa Olga Orozco (juntas firmaron un libro de conversaciones titulado Travesías) haya afectado la percepción de que el mundo es un relámpago de lo invisible. De ahí las apariciones intempestivas que colman la obra de la autora de Noches de nadie. Y como lo falso, según apuntó un poeta chino, es lo único verdadero en el país de los fantasmas, no faltan aquí sendas porciones de embustes y falsificaciones. Cifra y resplandor de un mundo crepuscular, partidario del jardín umbrío de los sueños, la obra de Alcorta relumbra cuando la luz se apaga. La oscuridad, se sabe, es otro sol.
15 de febrero, 2023
El hotel de la luna y otras imposturas
Gloria Alcorta
Prólogo de Christian Kupchik
Leteo, 2022
260 págs.