Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la literatura japonesa experimentó una floreciente sobrevida. Cobijados por el relajamiento de los controles, los escritores de entonces hallaron un panorama con mayor soltura para encarar temas antes prohibitivos. Sin embargo, el alicaído estado japonés de posguerra (en verdad, la autoridad provisional) no demoró en imponer una rígida censura a toda producción artística que contrariara los valores imperantes y ahondara en la representación de una nación desfalleciente. La obra de Sakunosuke Oda (1913-1947) en buena medida pertenece, temática y estilísticamente, a este período. Junto con Ango Sakaguchi y Osamu Dazai (de los tres sin duda el más leído en Occidente), Oda formó parte del grupo literario denominado buraiha. El término, utilizado por primera vez por Dazai, hace referencia de manera un tanto imprecisa a los desencantados y parias de la sociedad, desdichados demasiado indolentes como para sacrificarse en aras de un ideal, pero lo suficientemente lúcidos como para no claudicar estrepitosamente. Lejos del edulcorado Japón exotista, alimentado de kimonos, cerezos en flor y mejillas ruborizadas, estos escritores hablaban de los claroscuros de la existencia. No es para menos, habían sobrevivido a la guerra.
A diferencia de sus colegas y amigos, Oda aborrecía la seriedad en la literatura, coqueteaba con la lengua callejera y el humor; además de un espíritu lúdico de honda empatía con los desclasados, lo impulsaba el rechazo de la estética dominante cuyo centro neurálgico se encontraba en Tokio. Le interesaban las desgracias nimias de Osaka, su ciudad natal, y sus pintorescos personajes: fracasados, proxenetas, embusteros, prostitutas y chantunes de poca monta. Lejos de la pureza impoluta y los modales elegantes que exhiben en la obra de Yasunari Kawabata, las geishas de Oda lucen el maquillaje descorrido y su aliento fétido huele a alcohol; si describe su kimono es porque muestra más que lo que oculta. Aunque no hay desgracia que no pueda sucederles, el tono varía del sarcasmo a la melancolía. Los cuentos de El signo de los tiempos son muestra de ello y permiten acceder por primera vez en castellano a la obra del escritor japonés.
Por más que su única destreza consista en atrapar moscas, el protagonista de "Bajo la sexta estrella de metal blanca", no se resigna a vivir a la sombra de su hermano. Medio tarambana, pero tozudo y consecuente, Narao opta por llevar una existencia errante para huir de las intromisiones familiares. El relato que da título al libro, por su parte, conjuga invención biográfica con realismo grotesco en la faena cíclica de un escritor en el proceso de construcción de una historia que se condiga con los tiempos que corren. El desabastecimiento de posguerra, la aparición de los mercados negros, la pregunta ética en torno a la apropiación ficcional de los testimonios y la postulación de una poética literaria son algunos de los temas que se tocan de manera facetada. La política se manifiesta como un rumor de fondo que pauta los desplazamientos pero no los eclipsa.
Los demás relatos presentan una inflexión crepuscular. El retorno del narrador a su ciudad natal es el motivo de "Ciudad de árboles", donde el recuerdo se sobreimprime y trastoca cada porción del barrio de la niñez, y donde una leve pátina de nostalgia envuelve cada uno de los encuentros y desplazamientos. En "Otoño profundo" un hombre se hospeda en un hotel con el objeto de tratar una afección pulmonar (Oda moriría de tuberculosis) mediante baños termales. Desde su llegada presiente la atmósfera enrarecida, que se acentúa aún más cuando una pareja de huéspedes lo hace cómplice del trueque de ofensas mutuas indispensable para continuar juntos.
El tono de la antología presenta matices en un intento por abordar distintos flancos del autor. Así y todo, se respira un mismo aire en razón de la uniformidad de la traducción, compinche con el lector argentino, y del elenco estable de sujetos errantes e historias grises y plenas de compasión. Con la curaduría de Miguel Sardegna, quien además aporta un estudio preliminar en el que sitúa la obra, el obituario de Osamu Dazai, y el atinadísimo arte de tapa de Hasui Kawase, quien como Oda mestizaba lo tradicional y lo moderno, El signo de los tiempos es un exquisito convite de la literatura de un escritor ignoto en estas tierras. Entre los muchos motivos que existen para leer a Oda no es menor que nos permita rehuir de la mirada exotista y otear un Japón con lentes nuevos.
3 de junio, 2020
El signo de los tiempos
Sakunosuke Oda
Traducción de Masako Kano, Mariana Alonso y Maia Worsnop
También el caracol, 2020
186 págs.