Bajo el influjo de su admirado Henry James, una muchacha sureña que respondía al nombre de Willa Cather comenzaba a probar suerte en publicaciones universitarias. No era sencillo que una mujer lograra encaminar su deseo en la conservadora sociedad norteamericana de comienzos del siglo pasado; para ello debió retocar su nombre y vestir ropas de varón. Wilella Sibert Cather vivió entre los años 1873 y 1947. Sus relatos, al igual que los de su maestro, dilataban la caracterización psicológica de los personajes y las descripciones del paisaje circundante hasta rozar la amplitud de la novela breve. En 1905, algunas de estas historias fueron reunidas en su primer libro de ficción, The troll garden. A pesar de que ningún duende vagaba por sus páginas, la metáfora inspiracional ligada a la dicha artística sobrevolaba, adusta, en cada una de ellas. Este libro le granjeó tal reputación que pronto le ofrecieron el puesto de editora de una entonces popular revista, a la que también contribuía con relatos propios. A partir de 1912, sin embargo, dedicó su vida casi exclusivamente a la escritura de novelas. Si bien su reconocimiento literario proviene de esta parte de su obra –sin ir más lejos, ganó un Pulitzer por la novela Uno de los nuestros (1922)–, sus relatos distan de ser piezas menores; por el contrario, aspiran a las cotas más altas de la literatura. La belleza de aquellos años, editada recientemente por Mardulce, reúne siete piezas magistrales seleccionadas y traducidas por Maximiliano Tomas.
El papel del artista en la sociedad –tironeado entre la entrega sin renuncia a una vocación perenne y las desdichas y miserias de la vida cotidiana– es uno de los motivos preferidos por Cather y que la emparentan con su maestro. Sin embargo, mientras que en James los protagonistas de los relatos son pintores o escritores, en Cather son músicos, principalmente pianistas o cantantes. “¡Próximamente, Afrodita!” narra el encuentro entre un pintor y una actriz que comparten cierta misma ambición artística, pero mientras a uno lo desvela el arte, a la otra la encandila el éxito mundano. La fachada de la protagonista de “La posada del jardín”, una mujer fría, resoluta, eminentemente pragmática, se resquebraja al recordar un pasado de artista bohemia cuando su marido le propone derribar la construcción que da título al relato. Es que hace años, en ese lugar, se hospedó un celebre pianista con quien compartió sendas veladas musicales. Dividida entre ambos mundos –el pasado artístico, el presente ramplón–, un sueño, ese anfibio emisario, viene a rescatarla: “El sueño se había alejado pero su afiebrada realidad todavía la impregnaba, y ella la retuvo como la vibración de una cuerda sostiene un tono. En la última hora las sombras le habían enseñado algunas cosas: le mostraron lo insignificantes que pueden ser el tiempo y el espacio, los sistemas y la disciplina, las puertas cerradas, el ancho océano”.
La tensión entre opuestos aparentemente irreconciliables, así como la dificultad para jugarse por uno de ellos, son parte constituyente del mundo de Cather. Es la tensión que se lee, por ejemplo, en “Un zapato dorado”, donde un pedestre trabajador acompaña a regañadientes a su esposa y a una amiga de esta al recital de una cantante famosa por su repertorio clásico, pero más aún por su vestuario extravagante. Un encuentro de miradas durante la interpretación, y sobre todo un encuentro azaroso posterior, pone de manifiesto dos visiones de mundo completamente distantes entre sí.
Donde no hay artistas es en “El vecino Rosicky”, aunque quizá esto se deba a que es una pieza tardía de Cather, cuando su obra marchaba por cierta descripción del paisaje rural. Lo que sí está presente es nuevamente la tensión entre opuestos, ahora entre el campo y la ciudad, la inocencia y la corrupción. El protagonista es un campesino de origen checo, un hombre de una simpleza y misericordia inigualables y cuya plácida muerte es el corolario de una vida tranquila no rifada a la especulación y cultivo del capital. Como dice su médico: “quizá no se pueda disfrutar verdaderamente de la vida si al mismo tiempo se pretende depositarla en una cuenta de banco”.
Por su tema y enfoque, “El peñasco embrujado” muestra otra faceta de Cather. Se trata de una evocación del pretérito mundo infantil, con sus fogatas en medio de bosques y zambullidas en arroyos turbulentos, y en cuyo centro gravita la leyenda de una tribu aborigen que vivía en la cima de una montaña en Nuevo México. El deseo de cada uno de los integrantes del grupo de amigos de la infancia de acometer esa escalada inalcanzable contrasta con su presente de asalariados o derrotados que, aunque adormecidos, no logran evocar ningún sueño. Cather consideraba a este relato equiparable en calidad a los de aquellos incluidos en The troll garden, en detrimento de su obra breve posterior.
Probablemente su relato más conocido y uno de los mejores sea “El caso de Paul”, donde refracta motivos biográficos a partir de las andanzas de un adolescente cuya tediosa vida de clase media lo impulsa a forjarse una identidad de artista sin obra. La vida, para este muchacho que considera “que a la belleza le hacía falta una dosis de artificio”, está en otra parte. Tan es así que abandona el hogar paterno en Pittsburgh por las candilejas y oropeles neoyorquinos, donde se entregará a la embriaguez sensual de una breve vida de lujos. La sutil construcción del relato logra que el juicio sobre Paul varíe de acuerdo al lente con que se lo mire. Y si bien pueden rastrearse motivos biográficos (el lesbianismo de Cather, por ejemplo), el centro del argumento parece girar alrededor de una entrega fáustica: el eterno motivo de la incompatibilidad entre el arte y la vida.
Los buenos modales imponen la brevedad, pero llegados a este punto, sería una descortesía no mencionar el último relato que, además, da título al volumen. “La belleza de aquellos años”, tal vez el más jamesianos del conjunto, retrata a cierta clase social pudiente descolocada por los cambios producidos luego de la Primera Guerra Mundial. En su vuelta de una prolongada estadía laboral en China, un hombre de negocios se instala en un “lugar intocado por el tiempo”. Allí se topa con una dama a la que cree recordar de un pasado brumoso. El contraste entre lo antiguo y lo nuevo, entre la juventud y la vejez y, claro, entre la belleza y la decadencia, son los pares de opuestos por los que transita el argumento. León Edel, escrupuloso biógrafo de Henry James, dijo que Cather no conocía el claroscuro, lo que puede ser cierto respecto a las variaciones lumínicas de las escenas, pero de ningún modo en relación al sustrato argumental de las historias.
En estas piezas importan menos los sucesos que su “aura emocional”, y si emanan un hálito de nostalgia se debe menos a una inclinación conservadora que a una advertencia acerca de la profunda reorganización de la vida cotidiana en torno a un materialismo a ultranza. Y, claro, destacan por aquello que caracteriza a Willa Cather: un gusto acotado y nunca banal por la metáfora precisa (“su largo y suave bigote caía sobre la boca como los dientes de un rastrillo sobre un fardo de paja”), la cualidad pictórica de las descripciones, el punzante análisis psicológico, el sutil trabajo en torno al punto de vista y una honda ternura por las criaturas humanas a medio camino entre la compasión y el desapego. Y, a diferencia del maestro James, logra todo esto sin empastarse, con trazos ligeros y una gracia supina. El arte, sostuvo Cather, simplifica. Con otras palabras, en el ensayo titulado “El arte de la ficción” (Monte Hermoso, 2018), escribió: “Cualquier gran cuento o novela debe contener la fuerza de una docena de historias previas bastante buenas que han quedado en el camino”. Acaso uno vislumbre el destello de esos restos y más lo encandile el vigor de estas elegantes historias.
10 de noviembre, 2021
La belleza de aquellos años
Willa Cather
Selección y traducción de Maximiliano Tomas
Mardulce, 2021
272 págs.