Frente a la manida sentencia borgeana que versa que las posibilidades de la literatura fantástica se agotan en la variación de un puñado de argumentos, los relatos de La calle de los cines, último libro de Marcelo Cohen, se erigen como ejemplos de rigor imaginativo y destreza argumental, a la vez que liman las fronteras entre el realismo y lo fantástico. Desde Los acuáticos (2001), las historias de Cohen transcurren en un mundo imaginario de cuño propio que se expande con cada libro. El Delta Panorámico es un archipiélago en el que cada isla tiene historia, sistema político, rasgos y cultura idiosincráticos, y que están conectadas entre sí por algunas instituciones interisleñas y una lengua de intercambio. Se trata de un territorio desfasado en el tiempo en donde conviven distintas eras como aglomeradas; según Cohen, “parece el mundo de las posibilidades de nuestro mundo”. En una de estas islas vive un tal Marcelo Cohen, amante del cine, un arte caído en el olvido y que sólo persiste en el recuerdo de unos pocos entusiastas o nostálgicos. Para mantener a flote y contagiar el entusiasmo, por el gusto de contar, porque somos las historias que nos contamos, luego de aburrir de forma oral a familiares y amigos, el sosías de Cohen decidió escribir las películas que le gustaron, enterado de que escribir es una operación inversa a la del cine: transformar la imagen en texto. Cada relato, entonces, es el relato de una película. Y hay para todos los gustos.
En “Hay que pagar”, Flugo está cenando en un restaurante con Otami, a quien acaba de conocer, cuando un incendio en la cocina deja el local hecho una piltrafa. Como todos huyen sin pagar, al chico le aguijonea la conciencia y se ofrece el día siguiente a pagar lo que debe. A la par que se abre la posibilidad de una relación con Otami, Flugo barrunta que más que una deuda propia, lo que paga son las cuitas de la humanidad. En Isla Asunde “la teatralidad es un rasgo de carácter”, todos se cuidan de representar el papel de ocasión, hasta que la aparición de Victorilo, el niño que vende diarios en la playa en el cuento homónimo, les sacude la modorra y los incita a escrutar la insondable mirada de tristeza del niño. En “Un huargo en la espesura”, el jefe de la brigada contra la caza furtiva Kulpidru rastrea al huargo que –dicen– mató a un cazador de la comunidad. Los huargo son animales que por lo general no atacan a humanos, salvo que se sientan amenazados. Entre el apremio de la comunidad por vengar a uno de los suyos y la conciencia del deber de proteger al animal, Kilpuldru se siente tironeado. Cuando finalmente encuentre al huargo, en una escena de una intensidad poética desusada, hombre y animal cruzarán miradas y la aparición de un nimbo dorado como aceite que sale del paisaje será la metáfora de la vacilación de haber encontrado algo y la conciencia de haberlo perdido.
En “Torrentes de franqueza”, un mozo infiltrado en una reunión política le endosa un purgante al Regente de la isla. El Regente se destripa en el baño cuando el mozo se encierra con él y, entre vahos y ventosidades, lo exhorta a cambiar la política económica del gobierno. Nolenda y Ravipolu (protagonistas de “Invitada a una fiesta” y “La observación", respectivamente) hacen frente a dos tipos de soledades: la propia y la del ser querido. En “El reparto” una pareja que se empeña en apartar el pasado y las noticias del mundo recibe la visita de un cartero (oficio anacrónico en el Delta) y el mensaje que trae es “como un remanente de ondas gravitatorias de los orígenes del universo”. Del entrelazado de tiempos también trata “Una fuerte corriente de aire”, en el que una pareja de adolescentes prehistóricos descubren el asombro del sexo y la posibilidad de visitar un tiempo futuro. De intermitencias –es un decir– trata “Mujer cuántica”, en donde el deseo masculino de posesión impone rellenar los hiatos de desaparición de una mujer que es una función de onda: “una oscilación que una mirada ajena podía concentrar en un objeto material”. “La noche de los rabanitos” puede leerse como una reescritura de “La esquina feliz”, el cuento de Henry James. Luego de haber dado un portazo y mascullado la amargura de una discusión marital, Flomm vuelve a su casa y se encuentra con un hombre igual a él. No hay trucos retóricos que expliquen ese excedente de realidad; por eso parte sin rumbo, y después de un viaje circular por la isla, y habiéndose despojado de su personalidad, vuelve al punto de partida –como en el verso de T. S. Eliot– para “conocer el lugar por primera vez”. Hay más. Son dieciocho relatos; pero no atosiguemos.
Marcelo Cohen por Juan Carlos Comperatore
A veces un párrafo se adelgaza como si se desmigajara, en otras, la escansión se extiende por todo el texto adoptando una respiración de poema. Pero ojo: no por abjurar del realismo estas historias rechazan la realidad. El fantástico en estos relatos no surge al modo clásico de la aparición del elemento disruptivo en un marco cotidiano; más bien abonan la hipótesis de que la reunión de elementos heteróclitos dispone la irrupción de algo que antes no estaba.
Hace tiempo que la robusta prosa de Cohen ganó en concreción y agilidad sin renunciar a las peculiares innovaciones de su estilo. En este sentido, el narrador de La calle de los cines añade el artilugio de introducir su voz en el relato para acelerar la acción, en la medida en que edita el paso del tiempo (“unas escenas después”, por ejemplo), emulando, de esta manera, un recurso cinematográfico a la vez que subraya la naturaleza literaria del relato. En cuanto a las peculiaridades del estilo, los lectores de Cohen ya conocen el deltingo, la lengua del Delta, síntesis de un amplio caudal de todo el espectro del idioma incluyendo arcaísmos, coloquialismos, el lunfardo y giros anacrónicos, y neologismos, piedra de toque de la poética coheniana. Los personajes comen “cuasicarn”, beben “aguanela”, juegan a la “guampana” o al “balompo”, bailan “merigüeles”, miden las distancias en “codos” y “varas” y toman medicamentos de nombres no tan irónicos como puede parecer en un primer momento (“Todolvide”, “Atrevol” “Sinculpán”, “Reidol”, “Apagámex”) y que aportan una mirada apenas hiperbólica de un síntoma acuciante del malestar contemporáneo. Es un léxico en permanente expansión, que no requiere el auxilio de un glosario ni precisa ser traducido, el contexto repone el significado o se explica a sí mismo; además suena.
Contrario a lo que pueda suponerse de una literatura que rehúye del lugar común, de la desidia expresiva, hay una apuesta por la composición de personajes con matices, subjetividades complejas tratadas como apariencias sin necesidad de escarbar profundidades. Son sujetos que basculan en lo que las teorías del caos denominan horizonte predictivo y Kafka llamaba punto de no retorno. Los personajes de Cohen se entregan a la contingencia como forma de enfrentarse a sujeciones y condicionamientos (en primer lugar –y cimiento del resto– el uso estereotipado de la lengua) y dar, así, un salto imaginativo que permita abarcar el espesor del presente y vislumbrar otras formas de realidad. Acallar el rumor interno y experimentar –siguiendo a Peter Handke– el momento de la sensación verdadera. A veces la iluminación no se produce, queda trunca o se vive como inminencia. De ahí que sus historias terminen pero no concluyan; más que interpretaciones, ofrecen posibilidades. Eludiendo las preceptivas en las que suele reincidir el género, Cohen sugiere que “lo que narra un buen cuento es la historia del descubrimiento de un error. O sea, la historia de un despertar”. En estos cuentos, pródigos en inventiva, además de los personajes, el que despierta es el lector.
5 de diciembre, 2018
La calle de los cines
Marcelo Cohen
Sigilo, 2018
336 págs.