El de Denton Welch es un mundo que abjura del paso tiempo, un mundo cuyos relojes parecen haber detenido su marcha en un presente intemporal y donde la historia es apenas un discreto rumor de fondo. Circunspectos en su mutismo, los objetos arbitran el pasaje al reino etéreo del recuerdo. Una tetera de terracota, una hebilla niquelada, un edredón de terciopelo colman de goce a los narradores y sueltan las amarras de una nostalgia por lo pretérito que los anega con su promesa de felicidad remota. Parientes cercanos de Bruno Schulz en su fascinación por una infancia extrañada –aunque distante, a la vez, de su ubérrimo tratado de climatología–, los relatos del británico nacido en Shanghái se desentienden de la eficacia narrativa para proponer, en cambio, un tornasolado deleite sensorial. Muchos de ellos parecen escritos al sólo efecto de pormenorizar descripciones alrededor de un adorno antiguo, de los motivos del empapelado o de un arreglo floral. De ahí el encendido rubor rococó en las mejillas de los relatos.
Si la evocación de la campiña inglesa, vista a través de la retina de una candorosa infancia pronto iniciada en los infortunios de la adultez, fatigaba los relatos incluidos en Bravo & Cruel, en el también póstumo La palabra ociosa –ambos volúmenes editados por La tercera, que se ha hecho cargo de poner en valor la obra de Welch– lo que abunda son los artistas bisoños y las mujeres atribuladas.
El relato que da título al libro recurre a un diáfano simbolismo botánico en torno a una mujer mustia e insatisfecha llamada Flora que contrata a un joven a fin de que cuide de su jardín. El coqueteo sensual en ascenso es frustrado cuando el jardinero le menciona a ella una palabra que involuntariamente le devuelve toda la angustia contenida en su matrimonio. En “La corteza terrestre” un joven con aspiraciones artísticas, sintiéndose incapacitado para plasmar su visión estética, despierta a la realidad. En “Un fragmento de una historia de vida”, otro joven aún más afligido, en su intento por acabar con “el horro de vivir”, sólo consigue humillarse a sí mismo en su burda tentativa. Solitarios a contramano de su deseo, buena parte de los personajes no logra adecuarse a las pautas del mundo circundante, y sufren por ello. A veces se valen de infructuosas artimañas.
Uno de los relatos más destacados, “El broche de diamante”, es un dechado de manipulación psicológica. Una mujer se hace invitar por su escritor favorito, un ser tullido al cuidado de un hombre joven y apuesto con el que mantiene un vínculo más estrecho del que declara (y que, a todas luces, se basa en la relación del propio autor con Eric Oliver). Pequeñas sutilezas redundan en una invitación a cenar y luego a quedarse a dormir. Pasan, los tres, la velada insomnes, con la mujer buscando terciar el amor del joven a su favor utilizando un objeto. El escritor, ni lerdo ni perezoso, retruca la estratagema con un relato.
Una de las últimas piezas (“Fantasmas”) liga el comienzo de la vocación literaria a la tarea de lidiar con presencias impalpables y secretos en una suerte de ars poética en miniatura en donde, además de dar cuenta de su preferencia por lo sentimental en demérito de la acción, subraya su gusto por describir mobiliarios antes que contar propiamente historias.
Welch fue un coleccionista de antigüedades pero sobre todo de recuerdos, a los que atesoraba como sus más preciadas posesiones; y su obra –que se desentiende de las terminaciones de lo definitivo–, reviste las características de un museo. Porque, lejos de ser un receptáculo pasivo de piezas del mundo profano, todo museo –bien lo sabe Steven Millhauser– sueña con reemplazarlo. Así, la obra de Welch se presenta como un museo privado, un reino en miniatura consagrado a soñar despierto las escenas almacenadas en la memoria. Y si monederos de abalorios y pañuelos bordados tienen un sitio destacado, ello se debe a que, mientras nuestra mirada sobre las personas se modifica a lo largo de una vida, los objetos, iguales siempre a sí mismos, son lo intocado por el roce del tiempo. A resguardo del dolor del mundo, ofrecen la llave del cofre de los recuerdos. Y como todo centinela, también guardan no pocos secretos. “Todo tenía vida”, dice uno de los relatos, “pero de forma oculta, furtiva, secreta”.
No parece casual el hecho de que el autor de En la juventud está el placer recién comenzara a escribir luego de un accidente que lo dejó postrado en cama y con secuelas que durarían toda su vida. Ante la imposibilidad de volver a vivir aquellos instantes que tanto gozo le provocaban –tomar la merienda en la campiña, escudriñar un torso desnudo al sol– se dedicó a atesorarlos. Su obra es el reservorio de aquellos momentos de éxtasis. A semejanza de la casa de muñecas victoriana que con perseverancia y buen gusto restauró cuando el dolor le daba tregua, la escritura fue para Welch una manera de detener el flujo del tiempo y suturar una herida más honda que la visible. La llave, a fin de cuentas, que abría y cerraba el museo de la memoria.
28 de diciembre, 2022
La palabra odiosa
Denton Welch
Traducción de Santiago Featherston
La tercera, 2022
184 págs.