Como sombras entrevistas por el rabillo del ojo, al filo del acontecer, así el fulgor de tinieblas que persigue M. John Harrison. De la fantasía épica a la ópera espacial, pasando por un oblicuo gnosticismo, su obra se hace eco del gusto por desmantelar los cimientos de todo constructo genérico. Lo que no implica, sin embargo, que sus ficciones se agoten en una operatoria meramente formal. Sus desorientados personajes, sin ir más lejos, viven en la inminencia de una revelación que nunca se produce o en la promesa de recuperar aquel instante fuera de sí que creen haber experimentado. De cualquier manera, se engañan; olvidan las coordenadas del presente en busca de un pliegue en las costuras del tiempo. Su última novela, La tierra hundida ya vuelve a levantarse, traducida magistralmente por Marcelo Cohen, da un paso más al remitir las causas del malestar al fuera del campo de la percepción.
Los personajes que se reparten el protagonismo de la novela se afanan por encauzar la orientación de sus vidas. Shaw, un cincuentón desempleado que intenta recuperarse de un colapso del que no se especifican sus causas y cuyo principal signo es la ausencia de sí, se muda a una pensión más bien ruinosa a orillas del Támesis, mientras reparte su tiempo entre las ocasionales visitas a una madre senil y el paseo de su perplejidad. Cansada del ajetreo citadino, Victoria se muda a un bucólico terruño en Shropshire, a fin de liquidar el patrimonio de su difunta madre. Harrison, dicho al pasar, es un maestro en el arte de la presentación precisa y tangencial; de la protagonista femenina dice, por caso, que tiene “lúgubre pelo rojo, un aire de deterioro y el calculado humor plano de una romántica de alto funcionamiento”.
Shaw acepta un inescrutable trabajo que consiste ora en repartir folletos, ora en asistir a audiencias judiciales, ora a sesiones espiritistas; su empleador, un tipo que conoce en un cementerio recolectando agua fangosa en frasquitos victorianos, administra un blog de teorías conspirativas en torno a una invasión de criaturas acuáticas. A Victoria, por su parte, mientras restaura la casa materna y hace migas con la camarera local, el idílico paisaje comienza a volvérsele extraño a fuerzas de vislumbres a orillas del río Severn y la proliferación de copias de una novela de Charles Kingsley. Antaño, Shaw y Victoria tentaron un romance tenue y esporádico que no prosperó y cuya traza sobrevive en un piélago de mensajes malogrados y respuestas tardías. Y a pesar de ello, como si vivieran en planos paralelos levemente desfasados, sus derroteros se espejan con la brumosa nitidez de una mañana londinense. En ambos universos hay pasados incompletos, hilachas de conversaciones, puertas cerradas, direcciones cruzadas y prodigiosos jardines. No es un detalle menor que tanto el blog conspirativo como el libro de Kingsley de donde toma su título respondan al nombre de Los niños del agua, una fábula victoriana cuya doble faz es la teoría de la evolución de las especies.
Pero si el sedimento de la novela es el ascenso de una realidad largamente obliterada y su interferencia oblicua en lo cotidiano, su reverso hay que buscarlo en los entresijos de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Como si se tratara de una broma privada –la literalizacion de una metáfora–, Harrison da cuenta de cómo al pueblo ingles lo tapó el agua. Los personajes tropiezan una y otra vez con atisbos de algo que les compete pero que está fuera de su alcance y, sin embargo, ninguno muestra algún signo de perseguir arcanos. Como un cartógrafo taimado, Harrison proyecta sobre un plano vacío el paisaje psíquico de la desorientación contemporánea.
La voz órfica de Harrison, así, vibra entre dos mundos, y su bisagra es el agua. El andamiaje de referencias (pinturas, películas y libros), los espacios por los que vagan los personajes (caminos de sirga, ríos, estanques, desagües), más una serie de objetos talismanes (un adorno en forma de pez, un mapa con las proporciones de agua y tierra invertidas), apuntan en una misma dirección; y todo ello, nimbado por la humedad untuosa del aire, conforma un atmosférico gótico de tinte acuoso.
“¿Qué sígnica la afinidad de los visionarios, los escritores, los místicos de Londres con la vida del agua?”, se preguntaba Ian Sinclair en Los ríos perdidos de Londres (una cimbreante meditación que hace buen maridaje con la novela de Harrison). Acá, sin embargo, las coincidencias se multiplican en un orden que alienta tanto como frustra un fervor casi religioso por establecer un patrón en un común. Ya decía Aristóteles que hasta los acontecimientos azarosos adquieren una dimensión asombrosa si discernimos en ellos un designio aparente. Pese a ello, La tierra hundida ya vuelve a levantarse oscila entre la posibilidad de que todo responda a una fastuosa conspiración y la igualmente perturbadora contingencia de que no haya ningún designio oculto. Aunque se amague en la dirección contraria (“Al final todo el mundo consigue una respuesta” le dice alguien a Victoria; “Todo será revelado” le dicen a Shaw), los personajes no logran percibir las correspondencias, y el lector atento tampoco puede extraer algún sentido de ellas. “¿Con qué epistemología entender eso?”, se lee en alguna parte. Con todo, no sólo los personajes están perdidos, como boqueando fuera del agua, sino que, además, las costuras formales de la novela tampoco permiten vislumbrar un modelo aproximativo del conjunto. El punto es que esto, lejos de ser una elección estilística inocente, es más bien una forma de expresión que corresponde a la falta de certezas en el tardocapitalismo posindustrial.
En cualquier caso, si algo demuestra este vaivén entre causalidad e indeterminación es que la paranoia –el ajo en la cocina de la vida, al decir de Pynchon– ha dejado de ser un sistema válido de interpretación del desorden entrópico del mundo. A la percepción aparentemente contradictoria de una continuidad que es inaccesible al entendimiento no le caben las conjeturas individuales; es más: los fragmentos no restituyen ninguna totalidad. Por tal motivo, más que apelar a un orden latente debajo del visible, Harrison postula que no hay divisiones tajantes, que las divisiones son falsas opciones. Sólo hace falta atravesar el umbral correcto, la puerta esperada.
1 de febrero, 2023
La tierra hundida ya vuelve a levantarse
M. John Harrison
Traducción de Marcelo Cohen
Sigilo, 2022
304 págs.