Uno de los apelativos habituales para referirse a Eduardo Stupía es el de artista visual, una forma comedida de atenuar su naturaleza de dibujante. Inmediatamente reconocible por la utilización de una paleta de blancos y negros, que sólo recientemente se permitió la incursión atemperada de tonos ocres, y por tejidos y texturas que configuran escenarios abigarrados, donde la ampliación de técnicas y formatos viene dada por una atenta exploración material; la obra de Stupía es un paisaje en movimiento. Se supone que el ensayista traduce ideas y el narrador imágenes. Stupía, como buen artista, combina ambos. No es casualidad que terminara ingresando en Bellas Artes por haber estado cerrada la facultad el día en que fue a anotarse en la carrera de Letras. La escritura, para Stupía, es la continuación del dibujo por otros medios.
Quiero decir: a nadie debería sorprenderle la lucidez con la que acopla arte y escritura, y sin embargo sorprende. Los textos reunidos en Líneas como culebras, pinceles como perros contemplan un arco temporal que va de 1986 a 2018 y dan cuenta de esta otra faceta del artista. Independizados de su carácter coyuntural (notas para suplementos culturales, textos para catálogos de exposición, conversaciones) trazan una cartografía sinuosa de afinidades electivas y esbozan los prolegómenos a un tratado de estética no conclusiva. Su visión de conjunto otorga la oportunidad de percatar el peso específico de una escritura que no requiere de la obra previa para detentar un valor propio, aunque la incluya y expanda.
Dentro de un volumen compacto –a pesar de la cantidad y dispersión temporal de los textos– destacan aquellos dedicados a las maquetas de Sebastián Gordín, el análisis detallado de un cuadro menor de la serie de Juanito Laguna, los comentarios sobre la Otra Figuración y el magisterio de Yuyo Noé, la semblanza de Héctor Libertella, la crítica de una película sobre Basquiat. Desfilan por estas páginas pinturas, esculturas, fotografías, dibujos, instalaciones y escrituras; el género, más que un límite, es un punto de encuentro: un pasaje, una posibilidad.
También hay lugar para exponer reparos frente al arte contemporáneo, ese “género de la uniformidad homogénea y la perfección del encastre de las piezas”, que subordina el trabajo a una idea previa y que, en lugar de hipótesis, produce reflexiones. Stupia es un cultor del oficio entendido como la comunión siempre conflictiva con la materia.
Asimismo, los textos pueden leerse como un comentario desplazado de su propia poética: el arte menor en relación a las acuarelas de Edward Lear; la “elocuencia del decir paralelo” y la “combinación de cohesión estilística y tensión de ruptura” en Libertella. En Xul Solar capta la tensión entre “revelación y hermetismo” y en Jorge Matta, “la vibración cromática [que] siempre busca la atmosfera antes que la definición exhaustiva de la forma”; mientras que en Julia Andreasevich “la cíclica manifestación de la forma, que en su multiplicación cósmica, en su millonésima partición perenne nunca se repite”. Como si cada pieza fuera una máquina bifronte, que apunta a otros tanto como así misma.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Las modulaciones de la frase persiguen sobre todo un ritmo. No reniegan del atavío, pero tampoco se agotan en él. La prosa punza, palpita, propaga. Promueve la reflexión sin escatimar el entusiasmo argumentado. Destaca por una paleta proteica que hace equilibrio entre la abstracción rigurosa y la imaginación visual. Y por una pericia radiográfica para rubricar epítetos que alumbran las obras como si las viéramos por primera vez. Así encontramos: “sapos que padecen un exceso de vida” entre las esculturas de Luis Freisztav; “[b]abas de un ectoplasma ilustrado” en los cuadros de Claudio Herrera, “fosforescencias de plancton urbano” en los de Felipe Noé y “helechos antediluvianos teñidos de ósea fosforescencia” en los de Juan Dolhare; el “puro regusto del goce del dibujo” en Matias Ercole y el “desfile congelado de extrañas excrecencias tentaculares”, en Roberto Fernández. O, por poner último ejemplo, que Juan Astica, más que cuadros arroja “pedazos de circunstancias”.
No son pocos los momentos en los que la descripción parece desligarse del referente, alzar vuelo propio y regodearse en el hallazgo de la metáfora inédita, la perífrasis o el dislocado orden de los complementos; es cierto, Stupía tiene muñeca, pero basta con darle un vistazo a la reproducción de la obra comentada para advertir que no se movió ni un ápice del modelo. En esa zona liminar entre el boceto de una forma y sus escurridizos modos de ausentarse Stupía se mueve a sus anchas.
Un último comentario sobre la edición. La selección y ordenación de los textos estuvo al cuidado de Mariana Lerner, quien además tituló las secciones con esclarecida puntería. No es necesario ser un coleccionista excéntrico para entrever que un libro no es sólo texto, y que, por mucho que lo obviemos, su recepción está intrínsecamente ligada al soporte material. En este sentido, el lector agradece la edición de Ripio, editorial debutante con un proyecto de catálogo prometedor, por el cuidado armónico en la consideración de las distintas facetas del libro como objeto. En suma, edición y texto hacen de Líneas como culebras, pinceles como perros todo un acontecimiento.
30 de enero, 2019
Líneas como culebras, pinceles como perros. Textos sobre arte 1986-2018
Eduardo Stupía
Ripio, 2018
288 págs.