Hace ya tiempo que el paisaje contemporáneo no es, como anunciaba el clásico del ciberpunk Neuromante, el de un cielo sintonizado en un canal muerto. La ubicuidad inapelable de la pantalla ciñe hoy un horizonte pixelado en el que el reajuste ontológico a las pautas del flujo informático y la concomitante estandarización de la experiencia representan sus signos más conspicuos. Consignas apodícticas, lo sabemos, hay de sobra. Más difícil es ampararse en la indefinición. Con sus artefactos resbaladizos, pródigos en atribuciones cruzadas, desfachatez inventiva y un humor ácido como cítrico en el ojo, ese revoltijo de identidades que es J. P. Zooey procura leer la cifra del presente desde un irónico estrabismo.
Si en libros anteriores sus personajes, avatares bidimensionales empachados de contemporaneidad, barajaban desopilantes teorías de sesgo paranoide, o repetían como un mantra nombres de empresas porque era lo único seguro que encontraban en el mundo; si estaban tan pegados al presente que la única iluminación en sus vidas provenía de la pantalla de un celular; en Manija, su más reciente novela, el espacio-tiempo se achata aún más.
Teo, a quien no le gusta analizar demasiado las cosas y sólo quiere sostener una pareja más de un mes, abre ventanas de una red social como si gestionara extensiones de sí mismo. Chatea con sus contactos: Agustín, que está convencido de que algunos restaurantes colocan droga en la comida para aumentar la clientela; Cato, que en ocasiones es hombre, mujer o varios a la vez, según la ventana por donde escriba, aunque suele confundir las conversaciones como resultados de la falta de atención y el embrollo de identidades; Má, la madre con persistente ideación suicida que considera que los argentinos en el exterior se comportan como un personaje de Francella; Nico, empeñado en encontrar vínculos entre los comienzos de las canciones más dispares; Rocio, la novia que acaba de conocer por Tinder; y el inefable coach emocional.
Impostando artimañas académicas, J. P. Zooey había teorizado en Sol artificial, que el capitalismo afectivo era “la forma de acumulación y captura de afectos” que “no se preocupa por la profundidad de los vínculos, sino por la cantidad de los contactos”. Bien vale tal concepto para dar cuenta del regusto a incomunicación que los intercambios dejan en Teo. Todavía más: lo que queda es un vacío que se ahonda a medida que se lo llena. Si al menos se aburriera... Pero la elisión de los momentos ajenos a la instantaneidad del chat crea el efecto de una interfaz continua, sin intervalos, pura presencia virtual. Todo sucede en el abanico de ventanas desplegadas en la pantalla, y el exterior, si cabe, solo tiene lugar a condición de desmaterializarse en la virtualidad de la conexión. Si Teo se aburriera, eso significaría una cierta disponibilidad, un tiempo de espera no codificada; algo nada desdeñable dado nuestro cada vez más acuciante habito de rifar los intervalos significativos, incluso los microinstantes necesarios para procesar vivencias, a la temporalidad algorítmica. Como también dice Zooey, las luces artificiales “abren un mundo sin lugar para las sombras.”
Una intuición que Zooey viene deslizando en todos sus libros es la consideración de la electricidad como sustrato de lo real. El contacto íntimo con gadgets electrónicos debe haber producido algún tipo de modificación bioenergética, por lo que resulta probable que el roce de los cuerpos produzca un chispazo de violencia. Esta elocuencia un tanto socarrona se transmuta en la ficción en un acelerado caos entrópico. Desde comer carne cruda, peces o el corazón vivo de una rana como forma de sentir algo que agite el formateado repertorio expresivo de emoticón, hasta vengarse del coach emocional que finge apertura para sonsacar datos y ofertarlos a empresas interesadas (en palabras del CEO de Apple Tim Cook: si algo es gratis, el producto sos vos); todo se licua en el zafarrancho virtual.
Cierto también que el tono liviano repleto de referencias pop y un gusto por la bobería ayudan a descontracturar. La mirada estrábica que combina la distancia crítica con la aceptación cínica es el trazo ambiguo que Zooey parece haber tomado de Pynchon (y no solo la invención cosmética de nombres estrafalarios). Cada uno de sus libros arroja miradas en ambas direcciones. Cabe preguntarse si no hay un tercer ojo mirándonos.
9 de enero, 2020
Manija
J. P. Zooey
La pollera, 2018
96 págs.