Mucho antes de convertirse en un autor satírico, crítico del comunismo soviético, Mijaíl Bulgákov trabajó como medico. Apenas licenciado de la carrera fue destinado a un pequeño pueblo rural donde tuvo que ejercer su profesión librando a la vez una batalla contra su inexperiencia, la falta de personal y las bajas temperaturas. De este material parten los relatos parcialmente autobiográficos incluidos en Morfina que acaba de editar La Tercera.
La pieza que da título al conjunto, escrita en 1921 y publicada por primera vez en 1927, se distingue del resto por tratarse de un relato enmarcado. Un médico recibe el pedido de ayuda de un colega, antiguo compañero de estudios. Cuando finalmente decide, no sin dudar, trasladarse al día siguiente a la capital del distrito en socorro de su par, este llega de pronto, aunque ya sin vida. Entre sus pertenencias, hay un diario dirigido al médico amigo. En esas páginas confiesa su dependencia a la morfina, cuyo uso comenzó como un alivio pasajero ante el dolor causado por la separación de su mujer y que, de a poco, fue constituyendo el centro de su vida. Menciona asimismo las tretas empleadas para obtener el "soluble ídolo de cristal" y para que la enfermera prepare la solución y finalmente se convierta en cómplice; a la par, menciona el deterioro acuciante, las alucinaciones y la pesadilla de la abstinencia. En medio de todo ello, sobrevuela la revolución de 1917 como un rumor lejano. El propio Bulgákov, quien prestó servicio como médico voluntario de la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, padeció una fuerte dependencia a la morfina intentando paliar las secuelas de una herida. En el relato, no es una herida física sino una afectiva la causante del malestar. Este mínimo desplazamiento instaura la ficción como tenue divorcio de lo biográfico.
A diferencia de su predecesor, los cuentos agrupados en Memorias de un joven médico, escritos entre 1926 y 1927, permanecieron inéditos en vida del autor, pero, al igual que aquellos, toman como punto de partida la misma etapa de su vida personal. En ellos se relatan las inseguridades propias del recién egresado que de pronto se encuentra en ejercicio de funciones y descubre la distancia abismal entre la prolija teoría y la perentoria práctica; y esto sumado al hecho de ser la única autoridad en cien kilómetros a la redonda y no contar con más personal que un enfermero y dos comadronas. Se trata de relatos anecdóticos, sin florituras, que repiten un mismo esquema: el médico es despertado para atender alguna urgencia en medio de la noche. Debiendo sobreponerse al prejuicio de su juventud, de su inexperiencia, y a la mirada prejuiciosa de compañeros y pacientes, ejerce su labor con más dudas que certezas. Por lo general, sale airoso del brete. Las condiciones atmosféricas son un protagonista más de las historias, como cuando una ventisca inclemente azota el pueblo, se cubren de nieve los caminos hasta volverlos intransitables, y el médico debe recorrer, casi congelado, un extenso trayecto en trineo para asistir a algún enfermo. A este entorno hostil se añade la falta de electricidad, de comunicación, de caminos pavimentados; situación común de cualquier pueblo alejado de la capital de la Rusia zarista de entonces. En este contexto, hasta extraer una muela puede ser un suplicio. Con todo, el joven profesional se las arregla para curar los efectos de la sífilis, realizar traqueotomías o amputaciones por primera vez. Pero el mayor obstáculo, finalmente, es la ignorancia de un pueblo pobre y analfabeto, que prefiere las soluciones caseras a la palabra docta y que no siempre presta consentimiento respecto a determinada curación.
Durante buena parte de su vida, el autor de El maestro y la margarita tuvo que lidiar con la falta de reconocimiento asociada a su mirada nada benévola del gobierno de Stalin. A pesar de haber obtenido un merecido reconocimiento por su producción, sus obras de teatro no eran representadas ni publicados sus libros. Movido por esta situación escribió una célebre carta al temible mandatario soviético solicitando permiso para emigrar del país. Stalin, en contra de lo esperado, lo llamó personalmente y le otorgó el puesto de director del Teatro de Arte de Moscú. Si bien sobrevivió a las sangrientas purgas de la década del treinta, continúo padeciendo la censura y la prohibición. Bulgákov murió en 1940, a los 48 años. La pulcra traducción de Alejandro Ariel González es la primera versión rioplatense.
26 de mayo, 2021
Morfina y otros cuentos
Mijaíl Bulgákov
Traducción de Alejandro Ariel González
La Tercera Editora
228 págs.