La apabullante parafernalia de tecnología de punta y corrupción de amplio espectro, de primitivos urbanos con tendencias anarco-nihilistas y guardaespaldas encueradas, de inteligencias artificiales conscientes y hackers adictos, con las que William Gibson sentó en los '80 las bases de aquello que luego se llamaría cyberpunk, no tenía por objeto montar un decorado donde emplazar la acción, sino, por el contrario, erigir los cimientos de una estética. Gibson no estaba escribiendo sobre el futuro, estaba probando hipótesis sobre el presente, y para ello compuso una argamasa que incluía los oscuros sueños de Silicon Valley, la autonomía cándidamente libertaria de Hakim Bey, el cinismo noir de Raymond Chandler, los secos fogonazos poéticos de William Burroughs y la imaginería conspiranoide de Philip K. Dick. Gibson, más baqueano, dijo que el goce inmersivo de los salones de juego arcade le había inspirado una pregunta: ¿qué pasaría si se pudiera acceder a otra realidad? Ese salto imaginativo lo constituye Neuromante, la novela que en 1984 se granjeó los mayores premios de la ciencia-ficción y que ahora reedita Minotauro en traducción ibérica.
En un mundo de ubicuas corporaciones, donde la ingeniería genética ofrece injertos y modificaciones de la carne marchita, existe, además, la posibilidad de conectarse al ciberespacio. El neologismo acuñado por Gibson, y que luego calaría hondo en desarrolladores de software y en la industria cultural, hizo su primera aparición en “Johnny Mnemonic”, uno de los relatos que componen el volumen Quemando cromo, y refiere a la capacidad de proyectar la conciencia incorpórea en una matriz de datos. Si la información resulta el mayor indicador de poder, el ciberespacio es, como dijo Marcelo Cohen, “el paraíso artificial del poder codificado”; razón por la cual existe un próspero negocio montado alrededor. Una serie de vaqueros informáticos, mediante conexiones directas o implantes craneales, se conectan a la “alucinación consensuada” del ciberespacio y surcan la marea de datos para venderlos al mejor postor. Henry Case, otrora vaquero destacado, ha perdido la capacidad de conectarse en represalia por haber traicionado a un importante contratista. Ahora vive en un suburbio japonés como traficante de desechos biológicos y su magra retribución apenas alcanza para costear la droga que le permite experimentar (nunca completamente) un trip similar al del ciberespacio. Un día alguien ofrece a Case recuperar el goce informático perdido y lo embarca en el asalto al banco de datos de una poderosa familia.
Que una inteligencia artificial mueva los hilos (o, para el caso, los circuitos) de los personajes es una realidad, para nosotros, cada vez más plausible, y no porque un equipo de programadores de Facebook recientemente se viera obligado a desconectar dos I. A. a causa de que habían desarrollado un lenguaje privado, sino, más bien, debido a las prerrogativas del big data, que grillan y encauzan no sólo nuestros deseos sino aquello que debemos desear. Y no hace falta agregar la función protésica que cumplen los smartphones en nuestra vida cotidiana, que ya no permiten la ilusión de un espacio de tiempo sin colonizar. No obstante, entre haces de neón y abruptas elipsis, Neuromante revitalizó en su momento el anhelo fáustico del abandono de la materia. Hoy es un lugar común no sólo de la más pedestre producción de Hollywood ─aquella misma que se apropió de la mixtura de folletín y parábola gnóstica de la novela─, sino también de los sueños de la razón algorítmica.
13 de abril, 2022
Neuromante
William Gibson
Traducción de David Tejera
Minotauro, 2022
304 págs.