El diálogo que las obras de Édouard Levé mantienen con el arte contemporáneo no se agota en la mera referencia de contenido. Cada una de ellas tensa un puente entre vida y obra configurando una serie de miniaturas radicales, a medio camino entre la banalidad y el experimento.
Afecto a las enumeraciones, los catálogos e inventarios, devoto de Marcel Duchamp y Raymond Roussel, pariente cercano de Joe Brainard y George Perec, Levé ha sabido trazar una línea conceptual que engloba toda su producción y se caracteriza por desdibujar límites. "En las fronteras me siento tan bien como si no estuviera en ninguna parte", escribió.
Su primer trabajo, la serie de fotografías Portraits d'homonymes (1999), retrata personas que comparten el mismo nombre con reconocidos artistas e intelectuales. El nombre, sostén de la identidad, no es algo tan propio, parece decirnos. Deshacer la singularidad de lo propio, he aquí uno de los pilares en los que basa su trabajo. En la serie de fotografías Pornographie (2002), modelos vestidos de elegante sport realizan distintas poses sexuales; toda la carga erótica del instante es suprimida por una apática frialdad de autómata. Desrealizar la escena, otro de los pilares. Sin solución de continuidad, pasemos ahora a los escritos.
En Autorretrato (2005; Eterna Cadencia, 2016) recurre a una cronología astillada de pintura cubista para exponer no una biografía, sino un retrato pixelado de sí mismo. La ausencia de jerarquías en la elección de los elementos (el gusto por unos Levi's 501 tiene el mismo valor que sus intentos de suicidio) aplana el rango sentimental, pero, paradójicamente, permite ahondar en los estratos subjetivos de forma desprejuiciada.
Doble especular de su antecesor, Suicidio (2008; Eterna Cadencia, 2017) construye la autopsia de un amigo del autor que se quitó la vida a los 25 años, a partir de la costura indiscriminada que un relato en segunda persona hace de vivencias y pensamientos, reales e imaginarios, y eludiendo cualquier atisbo de lugar común lacrimógeno. Diez días después de haber entregado el manuscrito a su editor, Levé se suicida, dejando a su paso una andanada de hipótesis en torno a si este acto final debe o no interpretarse como parte de la obra; como si se tratara de una performance aún más extrema que las de Orlan, la artista limítrofe que expone su rostro a operaciones quirúrgicas.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Y así llegamos a lo que nos concierne. Hay artistas sin obra (Jean-Yves Jouannais escribió un libro de referencia sobre el tema); pero no contento con eso, Édouard Levé invirtió los términos para ofrecernos obras sin artistas. Publicado originalmente en 2002 y recientemente traducido por Eterna Cadencia en versión de Matías Battistón, Obras, como su título indica, es el catálogo razonado de 533 obras conceptuales imaginarias, una usina de ideas creativas en la que, fiel a su concepción de flujo de formatos, conviven literatura, fotografía, pintura, música, escultura, video, deriva, ready-made, instalación, performance. Un vistazo al índice arroja: desacoples de imagen y sonido, un cirujano que realiza tatuajes en las paredes internas de los órganos, una composición para piano en la que la mano derecha toca una partitura de Bach y la izquierda una de Debussy, la exposición de residuos de gomas de borrar, la construcción de una casa basada en el dibujo de un niño, un abrigo hecho de luciérnagas, entre otros. Una exhibición de potencialidades suspendidas, de la primera a la última obra.
Las precisas descripciones de las obras se presentan desnudas, sin un soporte discursivo que les otorgue sentido. No hay explicaciones ni justificaciones de su función conceptual, no hay anclaje de tiempo y espacio. Esta operación, propia de un Raymond Roussel de primer tiempo (recordemos que el escritor desdoblaba el tiempo del relato en dos instantes: el de la descripción y el de la explicación), implica un desbarajuste irónico de los procedimientos del arte contemporáneo, que suele subordinar la obra a un concepto. Operación que no dejar de ser, a su vez, un gesto decididamente contemporáneo: la invención de un artefacto de una performatividad pasmosa; comenzando por la primera ("Un libro describe obras que su autor imaginó, pero que no ha realizado"), describir cada obra es realizarla. De todos modos, hay obras ─la serie de fotografías de ciudades de Estados Unidos que comparten el nombre con otras ciudades del mundo, por ejemplo, o las de los modelos vestidos que realizan poses pornográficas─ que luego llevaría a cabo en Pornographie y Amérique, respectivamente.
No son pocos los casos en que se mencionan obras cuya ejecución resulta improbable, cuando no imposible; son ejemplos que dan cuenta de la especificidad de la literatura para describir objetos o proyectos inverosímiles. Más que inexistentes, son obras que se encuentran en un estado de virtualidad; están ahí para quien guste, a la espera del salto a lo real.
Artista anfibio como pocos, el salto para Levé era un pasaje continuo de la transparencia a la opacidad, que produjo, en primer lugar, unos artefactos literarios lindantes a la ilegibilidad, no por la prosa recargada o estridente (al contrario, Levé soñaba con una "escritura blanca"), sino porque parecen agotarse en su concepto; como si no hiciera falta leerlos, basta con conocer sus premisas iniciales. Craso error. Édouard Levé ofreció en cada uno de ellos una imagen esmerilada de sí; hizo de su vida y obra ─como diría Octavio Paz─ una "apariencia desnuda".
13 de febrero, 2019
Obras
Édouard Levé
Traducción de Matías Battistón
Eterna Cadencia, 2018
96 págs.