En su extensa y variopinta trayectoria como escritor, Raymond Queneau cultivó una extraviada mezcolanza de jergas y cultismos que rubricaba en frases que dislocan la lengua ─la fórmula es de Barthes─ en una serie de vocablos apátridas. Pero la gracia efervescente que bulle en sus novelas nace menos del saber acerca de las palabras que del asombro ante ellas. Aun antes de reglar un programa para conjurar la aparición del prodigio, el joven Queneau se había entregado en procura del azar y la contingencia. Odile, su cuarta novela publicada en 1937 y recuperada ahora por Leteo, relata los sinsabores de tal experiencia.
Al igual que sus novelas anteriores, Odile baraja trazas de la biografía del fundador de Oulipo; solo que, en este caso, las condimenta con saña. Escrita en primera persona (algo inusual en la obra de Queneau, si exceptuamos la novela en verso Chêne et chien), el libro no encubre la sátira del grupo surrealista, al que se unió con reticencia en 1924 y abandonaría cinco más tarde. Sus ideas entroncaban con el imaginario surrealista, no así sus procedimientos. Con el tiempo, Queneau formalizaría los puntos que lo diferenciaban del surrealismo; en un ensayo de 1938 escribió: "El clásico que escribe su tragedia observando cierto número de reglas que él conoce es más libre que el poeta que escribe lo que le pasa por la cabeza y es esclavo de otras reglas que ignora". La historia es como sigue.
Roland Travy regresa de Marruecos donde participó como soldado contra la sublevación de las tribus del Rif; tiene 20 años y dice recién haber nacido. La vivencia de la guerra dejó secuelas en su memoria, que ahora "se parece más bien a la naturaleza, con agujeros, espacios desiertos, rincones inaccesibles, con ríos que fluyen para que uno no entre en ellos más que una vez, con fases de luz y oscuridad". La manutención por parte de un pariente le permite dedicarse a su pasión, las matemáticas. Cuando no está encerrado en su pieza realizando interminables cálculos diferenciales, recorre las calles parisinas de fines de la década del veinte donde se cruza con yiros y cafiolos y con doctos bohemios que departen su sapiencia y diletantismo en los cafés de moda. En medio de estos grupos, diferentes pero con vasos comunicantes entre sí, se encuentra Odile, una burguesa que oficia de prostituta ocasional y a la que Travy se emperra en no amar. A pesar de sí mismo, Travy, con su teoría de que los números poseen una existencia real que escapa al lenguaje racional, cautiva al grupo de intelectuales, quienes a su vez tergiversan la idea dándole la forma de un inconsciente matemático y adoptan a Travy como fiel acólito. Se trata de un grupo dedicado a las investigaciones infrapsíquicas, pero que, sobre todo, practican "el arte de vivir sin cansarse demasiado" y cuyo cabecilla es el excéntrico Anglarès, sosias inconfundible de André Bretón. A partir de allí, la vida de Travy se envuelve en una corriente repleta de malentendidos, por lo que no es errado pensar en Odile como un ajuste de cuentas con el movimiento surrealista. Pero es algo más: un exorcismo y, finalmente, una liberación. Porque, más allá de los personajes ocultos detrás de unas máscaras más o menos reconocibles ─Saxel (Louis Aragón); Vachol (Benjamin Péret); Chénevis (Paul Éluard); Vincent (Jacques Prévert); Vladyslav (Salvador Dalí─, lo que está en juego es la posibilidad de asumir una posición propia, aún si eso conlleva coquetear con la mediocridad. Ya no, entonces, probarse el disfraz y jugar a ser niños, como harían ─según dice─ los surrealistas, sino adoptar el juego infantil con el mayor rigor posible.
Dicho quiebre se debe al viaje que ─tanto en su biografía como en la novela─ Queneau/Travy realizó a Grecia en 1932. Allí toma consciencia de la distancia que existe entre el griego escrito y el hablado, la misma que encuentra en su lengua natal, y comienza a forjar la lengua híbrida que denominó neofrancés. El descubrimiento posibilitó la escritura de Le chiendent (1933), su primera novela, aunque sus frutos florecerían más adelante, en Zazie en el metro (1959). Por lo tanto, y más allá de la crítica mordaz y humorística al dogmatismo surrealista, Odile representa el paso que va de una juventud en ciernes a una madurez siempre imperfecta.
Enemigo de la nota al pie, el traductor Pedro B. Rey firma una versión económica y poética, donde los juegos de palabras se resuelven en el cuerpo del relato y algunas frases se escanden como un poema. Fagocita el tono de Travy, cuyo registro sentimental es amplio, e imprime su sello con soltura. No doramos un ápice la píldora si además destacamos la edición de este rescate inspirado, que acompaña el texto con el prólogo de Rafael Cippolini, una biografía escrupulosa junto a una selección de fotografías y la traducción, a cargo del editor Christian Kupchik, de la entrevista que Marguerite Duras le realizó al autor de Ejercicios de estilo. No hay nada más que decir. ¿Qué sí? ¡Que no!
30 de diciembre, 2020
Odile
Raymond Queneau
Traducción de Pedro B. Rey; prólogo de Rafael Cippolini
Leteo, 2020
230 págs.