A esta altura toda reseña, todo acercamiento crítico a la literatura de César Aira, vendría a ocupar un lugar en el catálogo virtual de malentendidos que ha sido y es la recepción periódica de sus publicaciones. Malentendido que es, por otro lado, la condición que asume toda posibilidad de lectura, en la medida en que instala una brecha, una distancia, entre el lector y el texto. Por lo general, las aproximaciones basculan entre dos polos: o bien se diluye la “novelita” en el corpus de libros del autor, anulando su particularidad en aras de una poética general, y así la obra adquiere la forma de un continuo indiferenciado; o bien, se la aísla del conjunto y se la lee con parámetros ajenos a la obra, lo que generalmente deriva en rechazo o incomprensión. Esta oscilación replica en otro nivel la dialéctica entre continuo y fragmento constitutiva de la literatura de Aira. El problema no es tanto decantarse por una alternativa en detrimento de la otra, tampoco el intento de tender “un puente de plata” entre ambas; el problema es, si se quiere, previo y se resume en la pregunta: ¿puede leerse a Aira por fuera del sistema de lectura que él mismo propone? Demos por ahora espacio a la pregunta.
En “El último escritor”, ensayo publicado en la revista El banquete, Aira sostiene que la función de toda obra que apunte a producir lo nuevo es “reducir a la nada al contexto del que surge”. Se trata de crear el contexto para disolverlo: una operación de marcado acento vanguardista. La misma que impulsó el propio Aira en sus comienzos, cuando buscaba instalarse en un panorama literario cuyos parámetros estéticos imprimían una cuota de ininteligibilidad a sus ficciones. Ahora bien, el contexto cambió. Hace tiempo que César Aira es uno de los “nombres del consenso”. Su obra se estudia en ámbitos académicos, ocupa un lugar destacado en la crítica cultural, se le otorgan premios y hasta se baraja una posible candidatura al Premio Nobel de Literatura. Incuso aquellos que desestiman el valor literario de su obra no dejan de señalar el quiebre que significó su irrupción para las generaciones posteriores de escritores. Entonces, siguiendo el ensayo de Aira, no habría contexto que disolver. Pequeño brete. No hay duda, algo cambió, y nadie parece haberlo advertirlo mejor que el propio Aira.
Como en una de las torsiones a las que es tan afecto, esas en las que el paisaje se da vuelta como un guante o la realidad se hace real, el último Aira parece tomar su obra escrita hasta el momento como el contexto a disolver. Hablamos, claro, de Pinceladas musicales que, junto con la redición de Yo era una mujer casada, Artforum y El gran misterio, forma parte de la flamante “Biblioteca César Aira” inaugurada recientemente por Blatt & Ríos.
Viniendo de Aira, nada más estéril que comenzar por el título. No sólo porque sus títulos no suelen condensar el sentido del relato (por lo general, lo difuminan). En ocasiones, se trata de una excusa, de un disparador para narrar (La costurera y el viento); en otras, de tipos generales que devienen particularidades absolutas (La liebre, El bautismo). Sin embargo, no mienten. Por más descalabrada que resulte la peripecia, siempre conservan un resto que remite al título. En este sentido, Pinceladas musicales ocupa un lugar de excepción, en la medida en que dice más de lo que parece (y por eso, esconde más que lo que dice). En principio, acopla dos movimientos, dos formas artísticas. Por un lado, la espacialidad de la pintura; por otro, la temporalidad de la música. Dejando de lado lo problemática que puede resultar esta distinción, el título aúna las dos lógicas que se juegan en la hechura formal del relato: cómo dar forma a los retazos, súbitos, fugaces, en una línea temporal; en definitiva, de qué manera establecer una continuidad en la discontinuidad. Sí, el tan mentado continuo parece haber adquirido otro cariz. Ahora bien, advierte Aira, el “formalista más sutil” es aquel que “esconde la forma en el contenido”. Veamos de qué se trata.
Un pintor que no pinta, al menos nadie lo ha visto pintar (ni tampoco a sus obras) recibe el encargo de decorar las paredes del salón de actos del Palacio Municipal. Al menos eso es lo que cuenta, a medio camino entre invención y el recuerdo, ese narrador elegante y reflexivo que suele adoptar Aira cuando el relato transcurre en Coronel Pringles. La vida apacible, rutinaria, del pintor es escandida por los razonamientos oblicuos del narrador, que tratan, por ejemplo, de las particularidades de la luz o de las causas de la ausencia de estatuas en Pringles. En un movimiento curioso, ambas instancias se entreveran: la anécdota de la poeta loca y el árbol curativo que el hotelero dice haber leído en el diario y relata al pintor, pocas páginas más adelante se transmuta en un recuerdo de la vida del narrador. Lo mismo puede decirse de una pelea entre cuchilleros, que pasa de ser una noticia en el diario local, a un recuerdo del propio narrador, a la experiencia traumática de un amigo de la infancia del pintor. Como si se tratase de un sueño, cada elemento habla del soñador (le habla).
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
O de una pintura. Dice el narrador acerca del trabajo del pintor: “se trataba de llenar una superficie grande con superficies chicas, y eso no se improvisaba así como así”; y por si teníamos alguna duda, agrega: “el problema del cuadro, y ahí estaba la raíz de lo que estaba buscando, era la contigüidad de todo lo que se exponía en él”. Y aquí, finalmente, encontramos la astucia del formalista, que todo el tiempo ocultó la forma en el contenido, mientras nos endosaba la historia de un pintor salpicada de guiños que sólo retroactivamente cobraron sentido.
Por si no quedara claro… Luego de una serie de reflexiones en torno a la libertad en el arte y su articulación con la vida cotidiana, el pintor resuelve un cambio de vida como precio a pagar por adoptar la libertar como horizonte artístico. Al nivel de la historia, esto conlleva un cambio de escenario, el pasaje de la ciudad al campo, y un cambio de estación. Con la llegada de la primavera brota el colorido de la poesía “Las grandes enredaderas negras tendían sus tentáculos como gritos mudos, las setas explotaban con susurros, y el agua del arroyo, furtiva, daba esos pasos breves que la hacían irse con largas demoras”. En el campo ocurre también el momento bisagra de la mayoría de las novelas de Aira: el instante en el que la realidad se hace real. En este caso, una batalla que no figurará en los libros de historia desmonta el paisaje como en una pintura cubista: “En el negro revoltijo las bombas hacían volar terrones, piedras, plantas, y sus propias flores de fuego. Los obuses se deshacían en el cielo en ramilletes de chispas”. Pero, contrario a las coordenadas previas que harían pensar en una intensificación de la hecatombe, aquí vuelve a reinar una calma chicha.
Lo que nos retrotrae a la torsión que Aira parece haber imprimido en su obra, un nuevo giro que exige ser leído en toda su magnitud. Paradójicamente, este cambio proviene del agotamiento; de ahí que el tono crepuscular que notamos en El presidente sea ahora más acuciado. “¿Cómo procurarse optimismo, en la edad de la melancolía?”, dice el narrador de Pinceladas musicales; y más adelante responde: “había que crearse un sistema nuevo”. Es la fórmula que Aira encontró para seguir escribiendo.
Entonces, cómo seguir leyendo. Si Aira, no digamos dinamita, lo que sería exagerado, si en todo caso transmuta sutilmente su obra, la lectura no puede continuar siendo la misma. En principio, habría que deshabituar la lectura tautológica que replica y hace propios los comentarios del narrador. Hay escritores que ponen en funcionamiento una máquina para volverse legibles; Aira es uno de ellos. Cuando la lectura (no la obra) se cristaliza, hay que montar una nueva máquina. Pero no sería extraño que en esa carrera de Aquiles y la tortuga que es la de Aira y sus lectores, estos vayan a la zaga. Quizá es una argucia retórica, pero cabe la posibilidad de comenzar a leer a Aira como si fuera la primera vez. En el peor de los casos, habremos añadido un malentendido más.
28 de agosto, 2019
Pinceladas musicales
César Aira
Blatt & Ríos
136 págs.