Dorso y revés de la práctica biográfica conviven en el tácito mandato de ceñir el talle de una silueta tanto más huidiza cuanto mayor lustre reviste el individuo en cuestión. Por eso resulta sugerente el movimiento que realiza Katie Hafner en torno a la vida de uno de los más exquisitos pianistas del siglo pasado. Romance en tres patas es, en tal sentido, una biografía singular. El lugar cardinal que acaso debiera ocupar Glenn Gould es cedido a un objeto, su piano. Más precisamente, a la historia del piano, a la búsqueda a poco interminable de una sonoridad peculiar. Y como indeleble corolario, al decurso perpendicular de un afinador ciego y sinestésico. Este fuera de foco, no obstante, lejos está de encapotar al mayor intérprete de Bach quien, afanoso y remilgado, se alza como bastión indispensable de este fortuito enredo triangular.
Las quejas frecuentes, los desaires altivos que Gould repartía a diestra y siniestra en su búsqueda de un piano perfecto podían colmar la paciencia hasta del más sosegado empleado o directivo de la excelsa compañía Steinway; pero no se trataba de mañas o aires de divismo: lo guiaba una férrea convicción estética. “Mi ideal sonoro para un piano”, había dicho, “es que suene un poco como si fuera una especie de clavecín emasculado”. Se refería, huelga aclararlo, a un timbre claro, definido. Además, el mecanismo de ejecución debía ser ligero y el halo sonoro ínfimo. No era sencillo dar con un instrumento que cumpliera con todas estas condiciones, porque tampoco era algo por lo que se inclinaran los pianistas ni que fabricaran las casas matrices. Y sin embargo, Gould colegía que Bach sonaba así. Más aún, dijo que la primera vez que escuchó al compositor barroco fue cuando él mismo lo interpretó. La verdad, se sabe, gasta los ropajes del chiste para hacerse presente sin anunciarse.
Menos visos de broma, y sí de disparate, arrastra el contrasentido de perseguir una sonoridad pura y no molestarse por prodigar tarareos, balanceo de torso, crujidos de silla y ajetreo de brazos durante la ejecución de una pieza. En Una ofrenda musical, Luis Sagasti habla del brazo ocioso de Gould como de una libélula que “palpa de la música lo que es pura simiente aún”. Podía, de hecho, detener una grabación si su prodigioso oído absoluto advertía una cuerda un pelín desafinada, pero a este concierto de ruidos lo consideraba un efecto secundario –de su personalidad, de su música– con el que no podía lidiar más que asumiéndolo (a regañadientes) como propio. “Las victorias técnicas”, apuntó Vladimir Jankélévitch sobre el virtuosismo de Ravel, “nos liberan de las tragedias de la vida interior”.
Acotar la duración de una vida a un repertorio de manías y rituales parece una tarea más propia de taxonomista de extravagancias que de biógrafo en ciernes; por eso es de agradecer que la autora mencione las muchas rarezas de Gould sólo de coté (a los servicios del relato) y se ahorre las interpretaciones. Porque más allá de cualquier diagnóstico presuntivo, el uso por parte de Gould de una misma silla plegable (su adorada “silla pigmea”) en cada concierto, en cada sesión, desde sus aventajados ocho años de edad y de la que no se desprendió incluso estando su asiento gravemente maltrecho, tenía como objeto estar más cerca del teclado, consustanciarse con él. Porque, como dice el narrador de El malogrado –novela en la que Thomas Bernhard recrea algunas trazas del genio de Glenn Gould– el pianista ideal “es el que quiere ser el piano”. (Menos defendible acaso sea su costumbre de usar varias capas de abrigo, gorro, bufanda y mitones en pleno azote estival.)
Un temperamento semejante no iba a conformarse con un piano cualquiera, ni cejar por tanto un ápice en su búsqueda. Desde que, en 1954, se asociara con la compañía fabricante de pianos Steinway, no hubo semana en que Gould no enviara cartas encendidas, llamara a deshoras o se apersonara en una de las tiendas de la compañía para catar “la mordida” de algunos de sus pianos. Pero el característico “sonido Steinway” –bajos dramáticos, resonancia prolongada y rutilantes agudos– no fraternizaba con el paladar de Gould. Largos años debieron pasar antes que, a contrapelo de cualquier pronóstico, y próxima la compañía a desvincular el contrato, el pianista canadiense lograra satisfacer su mayor anhelo. En 1960 se topa con un piano arrumbado en un sótano, descartado por la compañía: el CD 318. Su sonido “magro, brillante y traslucido”, junto con su pronta capacidad de respuesta, fascinaron desde un comienzo a Gould, ante todo porque reconoció en este teclado al mismo instrumento que había empleado en su temprana etapa de concertista prodigio. Otros dos años, sin embargo, habrían de transcurrir antes de que su sino se trenzara con el del afinador Vern Edquist y el piano alcanzara su sonido más pleno.
Estas líneas vienen demorando su aparición porque incurrieron en el error que no comete Katie Hafner, a saber, el de encandilarse con la figura asaz radiante de Glenn Gould. Para compensarlo baste decir que Edquist nació en 1931, en la gélida tierra canadiense de Saskarchewan, en el seno de una humilde familia de inmigrantes suecos, y desde temprana edad manifestó una asombrosa capacidad auditiva: “podía reconocer el modelo de un coche por el sonido de su motor” o diferenciar la más leve brisa entre cables de teléfono. Casi al mismo tiempo experimentaba una forma específica de sinestesia que le permitía ver números y notas musicales en colores. Un Fa era azul, un Do verde limón. Por sugerencia de un allegado a la madre, que había quedado a cargo de la familia, el pequeño Edquist fue alistado en la Escuela para Ciegos de Ontario, reconocida institución donde los niños eran instruidos en algún oficio a fin de poder valerse por sí mismos. Con el tiempo, su fina percepción auditiva lo encaminaría a franquear los distintos escalafones del rubro hasta asentarse como uno de los afinadores estables de Steinway. “El arte del afinador”, dice Hafner, “consiste en encontrar un balance entre lo matemáticamente puro y lo musicalmente placentero”. Su rigurosa ética profesional le granjeó a Edquist no pocos reconocimientos, ya que, según la autora, la afinación de Edquist “llevaba cada instrumento más allá del puro sonido hacia el universo de los colores”. Fue también lo que le otorgó la oportunidad de ser el afinador personal del pianista que esmaltó con un aura distintiva a la zarabanda contrapuntística de las Goldberg Variations.
El primer encuentro no fue el más auspicioso. Gould requería unos ajustes menores en su amado Chickering, algo rutinario para los técnicos de Steinway. Pero Edquist, que estaba cubriendo una suplencia, hizo algo impensado: se negó. Según el afinador, hacía falta un arreglo pormenorizado en aras de lograr el sonido óptimo y no estaba dispuesto a realizar un trabajo a medias. Contra todo pronóstico, Gould quedó fascinado, quizá porque primera vez alguien se rehusaba a rendirle pleitesía. A partir de entonces y durante dos décadas, Edquist se convertiría en el único privilegiado en tantear el cordaje del CD318.
La historia de este peculiar instrumento trota paralela al devenir estadounidense de una compañía de origen germano (de Steinweg a Steinway) reputada por su excelencia en la fabricación de instrumentos musicales. Hafner da cuenta de los distintos traspasos generacionales y sus concomitantes pérdidas de calidad en favor de un modelo de negocios que permitiera sortear la crisis de turno. Instada por decreto estatal a fabricar aeroplanos durante la Primera Guerra, más tarde la compañía se abocó a la rentable confección de ataúdes durante la Gran Depresión. Pero nunca dejó de rubricar su sello, por eso Hafner persigue los pormenores de cómo ese piano en particular llegó a las díscolas manos de Gould, sin descuidar una laxa cronología a tres bandas. Dice, por ejemplo, que el piano comenzaba a ser construido cuando el afinador tenía 11 años y Gould uno menos. A la postre, el piano sufría distintos avatares, entre ellos una calamitosa caída que forzarían a pianista y afinador a embarcarse en la empresa harto perenne de restaurar su otrora equilibrio armónico. Valía la pena volver a oír la gracia rediviva. “La música”, dijo Quignard, “es el salario que el hombre adeuda al tiempo”.
Por muy veladas que sean las razones de fondo, nadie lee una biografía para saber más de una obra. Si lo hace, pronto acomete el desencanto. No obstante, Hafner hace gala de un documentado saber musical, compara con precisión las dos versiones –la briosa de 1955 y la reposada, madura, de 1982– de las Goldberg Variations, sopesa la búsqueda sonora por parte de Gould con su repertorio en las antípodas de lo romántico, y nutre de historia, testimonios y confidencias una amalgama que desplaza continuamente su centro. Porque liberada de sus goznes cronológicos la historia de una o varias vidas se transforma así en relato, glorioso don de sobrevida.
10 de agosto, 2022
Romance en tres patas
Katie Hafner
Traducción de Pablo Chemor Nieto
Elefanta del Sur
272 págs.