En su último libro de cuentos, Tierra fresca de su tumba, Giovanna Rivero (Santa Cruz, Bolivia, 1972) nos conduce, de la mano de una escritura punzante y cargada, por territorios extremos y ominosos; ya sean estos los excesos de la locura, los dolores intolerables del duelo o la violación, el hambre indecible del caníbal, los delirios del alcohol, el sometimiento a la ciencia, el contacto con fantasmas y apariciones, los conflictos que constituyen la identidad, la animización de la naturaleza. De una u otra manera, son límites que revelan los distintos tipos de monstruosidad que habitan las fauces del ser humano. Por algo de esto, ha sido considerada una de las autoras del “nuevo gótico latinoamericano”. “Me interesa que mi ciencia ficción gótica ─afirma─ sea el lugar donde habita 'la sombra', donde el conocimiento científico vuelva a darse de narices con lo colosal de la muerte, su ideal de experimentación más alto”.
***
¿De dónde brotó el título del libro?
Denis Fernández, editor de Marciana, me sugirió tomar esa frase, que aparece en “Piel de asno”. Lo pensé y entonces percibí que, efectivamente, la tierra en tanto materia orgánica que pone a funcionar su alquimia con el cadáver estaba presente no solo en ese relato, sino en varios de los cuentos. La tierra fresca se impuso así.
En tus relatos hay cuerpos violados (“La mansedumbre”, “Piel de asno”), canibalizados (“Pez, tortuga, buitre”), medicalizados, atravesados por el progreso científico (“Hermano ciervo”). También está el cuerpo de la Tierra y el de los animales... ¿Qué ves de literario en el cuerpo?
El cuerpo en su pura existencia de carne, de célula, de sangre, de heces, de promesa de putrefacción, no tiene nada de literario. Es carne absoluta. Es un a priori entrañable. No necesita de lo literario para ser, para instalarse en el espacio y dejar una huella. Es la escritura la que precisa del cuerpo para hacer algún anclaje que la libere de su angustia inmanente. ¿No es cuerpo acaso lo que busca la escritura? Como esos espíritus desencarnados, como esas almas en pena, la escritura necesita desesperadamente nombrar al cuerpo para poder organizar el deseo, el amor, las repulsiones. Y es por eso que en mis cuentos hay cuerpos así, sufrientes, pero también capaces de salir victoriosos de esa carga de escritura que yo les he impuesto.
Pensaba en la joven violada de “La mansedumbre” y en su embarazo no deseado como un tipo diferente de cuerpo extrañado: el propio cuerpo como algo monstruoso. El narrador habla de “el bulto que le sembraron dentro”, que “le come la juventud desde dentro”. ¿Coincidís?
Sí, totalmente. Y es que el cuerpo como territorio de incontrolable mutación también puede traicionarnos. La vejez, la pubertad, la enfermedad, las hormonas, la gloria de la juventud, todo eso constituye un devenir tan estremecedor como ver a Frankenstein levantarse torpemente de su múltiple sueño cadavérico gracias a las descargas de electricidad galvánica. Si bien hemos conquistado importantes libertades culturales y políticas con respecto a los cuerpos, la carne manifiesta sus misterios y nos recuerda ─me parece─ que la díada sobre la que la filosofía antigua reflexionó tanto, cuerpo y espíritu, es indivisible. El cuerpo ya es espíritu y ahí reside esa facultad monstruosa; ese otro que somos y que está conformado por tejidos, por microsomas, es irreductiblemente libre. Suena delirante esto, pero es algo en lo que pienso mucho.
Residís en Estados Unidos desde 2007. La mayoría de estos personajes son exiliados, o desertores, o han decidido vivir en la extranjería. Al mismo tiempo, afirmaste en otra entrevista en relación con dos duelos importantes que tuviste que atravesar, que “la ficción era el único lugar en el que podía llorar de veras”. ¿De qué manera una experiencia autobiográfica puede transformarse en literatura?
Me gusta este verbo que usás, “transformarse”, y yo añadiría “transmutarse”. Porque, evidentemente, la vida entera es la fuente inagotable de la que bebe la imaginación literaria, y en ese sentido, muchos cuentos y novelas son el resultado de la transferencia de un plano materialmente vital al espacio-mundo recreado por la escritura. Con respecto a Tierra fresca de su tumba, prefiero esta otra idea, la de transmutar, porque en realidad ninguno de los relatos presenta situaciones o personajes que remitan de manera unívoca a mis experiencias personales. Los secretos biografemas que me he permitido sembrar aquí o allá no constituyen un rastro absoluto o transparente de mi vida. Sin embargo, en Tierra fresca de su tumba habitan tanto mi hermano Pablo César como mi amiga Emma Villazón en tanto improntas fantasmales cuya energía tuve que obedecer. Esas muertes jóvenes que ocurrieron de un modo fulminante desgarraron mi propia existencia, mi forma de ver la literatura, de amasar mi escritura. Quizás creé estos mundos para poder visitarlos en una dimensión donde pudiéramos conversar.
En “Pez, tortuga, buitre” dos pescadores salvadoreños naufragan, quedando a merced de un sol que enceguece y de un mar que es la “transfiguración líquida del fuego”. Muerto uno de ellos, el hambre convierte en buitre al otro. El texto diagrama la conversación entre la madre del pescador muerto y el sobreviviente, quien ha ido a visitarla para dejarle la mitad de la paga que recibirá de un periodista por escribir su historia. Si te dijera que pienso en “Pez, tortuga, buitre” como el Relato de un náufrago a la Giovanna Rivero. ¿Qué dirías al respecto?
Diría que es un enorme elogio. Me haría sentir parte de aquello que corona ese relato de García Márquez: una mitología y una tradición que han hecho del viajero de los mares una figura extraordinaria, alguien que trae novedades de un más allá líquido, vasto, un inframundo de piel escamada. El náufrago como revenant. Recordemos que desde los relatos más antiguos, como “El poema de Gilgamesh”, el 'Lago de la Muerte' no ha dejado de seducirnos.
Retomo esta idea del náufrago como un revenant que trae noticias del más allá líquido (para contárselas a otro, claro); sumado a lo que decías hace un momento, esto de crear mundos de ficción para encontrarte y dialogar con tus seres queridos, esos que que ya no están aquí. Algunos de tus cuentos se estructuran a partir de voces que conversan o de los relatos que los propios personajes narran. En una entrevista mencionaste que lo “que echa a andar una historia es lo que un personaje le dice al otro”. ¿Podrías profundizar esa idea?
Uno va conociendo mejor su poética a medida que pasan los años y que la ansiedad disminuye. Me fui dando cuenta de que en las relaciones entre mis personajes hay algo que llamaré 'socrático'. Uno escribe ficción para intentar acercarse a una verdad que intuye; sin embargo, es difícil hacerlo sola, ¿no?, tenés que conjurar otras percepciones. Mis personajes acuden a este llamado. De sus conversaciones, de sus silencios, emerge algo que yo no controlo o sobre lo que no tengo absoluta conciencia hasta que nace. Esa es la belleza y el poder de la escritura.
En “Cuando llueve parece humano” la señora Keiko lee poesía “para temblar”. ¿Cuáles son los efectos que buscás con tus relatos?
En realidad, no pienso en términos de efectos. Escribir es como hacer un viaje a un lugar desconocido, sin ninguna garantía; por lo tanto, el efecto es algo a lo que ni siquiera se puede aspirar, creo que eso implicaría un caminar muy seguro que, por lo menos a mí, no me pasa. Lo que sí ambiciono es que mis personajes comuniquen una poderosa energía psíquica como para cautivar los afectos del lector. Que en las encarnaciones que habitan mis cuentos, los lectores puedan encontrar espejos fragmentarios de sus propias existencias. Que aquella frase antiquísima de Publio Terencio Africano, “nada de lo humano me es ajeno”, sea aplicable a mis personajes y sus destinos.
Corrección manuscrita del relato “La mansedumbre”. Imagen cedida por la autora
La densidad de los cuentos de Tierra fresca de su tumba, su extensión, el vaivén temporal, ciertas omisiones ─por nombrar algunos elementos─ configuran un lector activo. ¿Qué papel ocupa el lector en tu literatura?
Me interesa un acto de lectura que tenga que lidiar con el misterio. Y cuando digo “misterio” no me refiero necesariamente al enigma policial, sino a los pliegues de la existencia, a aquello que escapa a la interpretación rápida y lógica. También por eso mis búsquedas se han ido dirigiendo a través de los años a un tipo de relato cuya médula no es la anécdota ─que tiende a ser un coágulo, un hecho reconocible─, sino el flujo, el trenzado de todas las criaturas que forman el monstruo singular de una vida. Sé, claro, que me enfrento a esa otra lectura que están formateando los medios, apurada por entender la relación causa-efecto de un vistazo.
“Piel de asno” retoma un cuento de hadas tradicional: una princesa se oculta debajo de una piel de asno para no ser identificada por su padre, el rey, que quiere desposarla. No es la primera vez que reescribís un cuento de hadas. Lo habías hecho ya, por ejemplo, en algunos relatos de Para comerte mejor. ¿Qué es lo que te atrae de los cuentos de hadas?
Muchísimas cosas. Si hasta me late más rápido el corazón cuando tengo que hablar de los cuentos de hadas. Hay un aspecto fundamental: el íntimo vínculo entre ese género y los arquetipos de la imaginación grecorromana. Por ejemplo, las brujas de los cuentos que tienen el poder de transformar en vacas a sus hermosas y jovencísimas rivales, o en cerdos a los príncipes que no pueden mirar más allá de sus narices como para corresponderles, tienen una madre maravillosa en el comienzo de los tiempos, se trata de Hera, esposa de Zeus. Harta de los adulterios del marido, Hera se venga de la manera más injusta al transformar en terneras a las amantes. Probablemente Hera, quien además cultivaba letales amapolas para desquiciar a sus enemigos, fue la inspiración arquetípica para este incomprendido personaje que es la madrastra de Blancanieves. Convertida en una amable viejecita, esta experta en las artes esotéricas de la magia, también utiliza una manzana para arrebatar la conciencia de su enemiga. No hay nada en los cuentos de hadas que no haya sido contado antes por las ninfas y titanes, solo que el género aparenta ser menos siniestro, menos violento, pero no lo es en absoluto. Y es precisamente por esa potencia, por esa doble narración y esa disociación del tono, que los cuentos de hadas son para mí un alimento maravilloso.
En “Hermano ciervo” un hombre se somete a un experimento médico que le exige ocho muestras de sangre diaria y lo vuelve fotosensible. Pareciera que los vampiros ya no son fruto de la imaginación gótica, sino efectos de la ciencia...
Tenés toda la razón. Es que la ciencia misma es un saber muy gótico, lo supo desde siempre Mary Shelley, y antes de ella lo sabía el lado siniestro del poder eclesiástico que intentó aniquilar la vocación científica de Giordano Bruno y luego de Galileo Galilei. La figura literaria del científico, en general, es también muy compleja, alguien que hace del laboratorio un templo, una religión no menos esotérica que otros cultos. Acceder a lo casi invisible a través del microscopio o a la imposiblemente lejano a través del telescopio y, claro, a través de abstracciones como fórmulas y cálculos, a mí me parece conmovedoramente sagrado en su opacidad.
Has escrito sobre lo que denominás Antropoficción. ¿Podrías resumir a qué te referís con ese concepto? ¿Sería Tierra fresca de su tumba, en algún sentido,un exponente de la Antropoficción?
Sí, creo que sí. Los personajes de estos cuentos han llegado al extremo desahuciado de algo, aun cuando esa caída al abismo parezca, más bien, una acrobacia, un deslizarse. Ese extremo, me parece, consiste en la traición de las certezas. Los abandona la salud de sus cuerpos, los abandona la civilización, la religión, la razón como estrategia mental... Como en la idea que propongo de una narrativa 'antropoficción' que da cuenta de la extinción de la propia especie, mis personajes también están fuera de sí, huérfanos del sistema-mundo que los contenía.
Si tuvieras que pensar una serie de libros, o autores/as con los que dialoga este libro, ¿cuáles serían y por qué?
Lo primero que se me viene a la cabeza son los libros que durante la escritura de este libro estuve leyendo. De inmediato pienso en Canadá, de Richard Ford, que para mí fue un refugio a fines del año 2015. De hecho, “Piel de asno” es mi pequeño homenaje a esa terrible fábula de crecimiento juvenil en un mundo nevado. Mientras trabajaba en el cuento “Cuando llueve parece humano”, encontré entre los libros que había heredado de una amiga la novela Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro, y ese descubrimiento tan sincrónico fue una señal sobrenatural de que debía persistir en el riesgo. Quiero pensar que Tierra fresca de su tumba dialoga con los libros de Claire Keegan, en especial Recorre los campos azules y Tres luces; Keegan es para mí una maestra del relato psicológico. Creo que a sus personajes y a los míos los vincula esa aparente vulnerabilidad que en realidad encubre una herida indecible. Cuando escribía el cuento “Socorro” necesité regresar al registro de Lorrie Moore, esa especie de delirio contenido que rebalsa en algún punto. También me acompañaron mucho los cuentos de William Goyen y la nouvelle El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle, ambos por esa mezcla fina entre tragedia, subjetividad religiosa y libertad espiritual. Debo decir que me hallo muy hermanada con las sensibilidades de Fernanda Trías, Ariadna Castellarnau y Betina González. Con distintas intensidades, las tres narran desde ese planeta al que pertenezco desde siempre: el planeta de la melancolía.
10 de febrero, 2021
Tierra fresca de su tumba
Giovanna Rivero
Marciana, 2020
192 págs.