“Que se oigan en todas partes mis últimas palabras. Que se oigan en todos los mundos mis últimas palabras. Oigan todos ustedes, sindicatos y gobiernos de la tierra”. Esta diatriba es el comienzo de Expreso Nova, artefacto literario que William S. Burroughs enquistó en el corazón de los años sesenta. Por entonces –y a pesar de haber experimentado con todo tipo de sustancias y haberse adicto a muchas de ellas, principalmente a la heroína–, quien fuera el hermano mayor de los escritores de la generación Beat gozaba de una insólita salud y una holgada sobrevida; y bramaba: “¿Quién monopolizó el Amor el Sexo y el Sueño?”. Sus verdaderas últimas palabras, aquellas proferidas al abrigo del último soplo, no habrían de distar demasiado.
Últimas palabras es el título escogido por los editores para dar cuenta de la transcripción de las anotaciones diarias que Burroughs realizó entre el 16 de noviembre de 1996 y el 30 de julio de 1997 y que se interrumpen apenas tres días antes de su muerte. Allí pasa revista de la más prosaica existencia, alejado del foco mediático (“Soy un descascarado ícono cultural”, dice) y rodeado de la única compañía perdurable: sus gatos (esos “compañeros psíquicos”, como los llamó en Gato encerrado), que le demandan la mayor de sus atenciones. Vuelven una y otra vez en estas páginas la hipocresía de la guerra contra las drogas, los peligros del control mediante el lenguaje, el registro de los sueños, sus lecturas ocasionales y su tratamiento para la abstinencia, por nombrar los más frecuentes.
“El diario ─escribió Alan Pauls─, género al parecer despreocupado de las formas, es capaz, como escribe Blanchot, de todas las libertades [...], pero su docilidad y su polimorfismo no invalidan las reglas del contrato que ha firmado, el único, sí, pero el más estricto de todos, y que es el contrato con el calendario”. De igual manera, casi con un espíritu taquigráfico, Burroughs registra regularmente cada día. La particularidad de este diario es que no se plantea como un campo de pruebas literario, ni como una elaboración de la vivencia inmediata; el diario de Burroughs, en todo caso, es una extensión del pensamiento. En muchas de sus entradas conviven fragmentos de diálogos imaginarios, recuerdos y citas de poemas; en otras, parece dialogar consigo mismo sobre un tema que se nos escapa. Si bien el artista Brion Gysin es mencionado en varias ocasiones como la única persona a la que en verdad respetó –y hay hilachas de anécdotas con, por ejemplo, Timothy Leary, cultor del viaje lisérgico y referente del movimiento contracultural, y sobre su vida en Tánger–, el grueso de las entradas las dedica a despotricar contra la estupidez humana. Incluso la fría, burocrática, constatación de la muerte de su amigo y compañero de ruta Allen Ginsberg, ocurrida el 5 de abril de 1997, se resuelve rápidamente, aunque retome el hecho más adelante y lo asocie a sus lecturas de El libro egipcio de los muertos. No faltan comentarios de una ironía fría (“No cabe duda de que el canibalismo es la respuesta definitiva a la sobrepoblación y la escasez de recursos”), los apotegmas a los que era tan afecto (“La verdad queda cuando las palabras se borran”), y punzadas de poesía rapaz.
“El tipo de escritura que le gustaba a William Seward Burroughs”, dice Chitarroni en el prólogo, “era el de un estilista inglés convencional hasta la artesanía. Nunca se pareció a la que gustó de practicar”. En efecto, resulta paradójico pensar en Burroughs como un escritor. La utilización de las técnicas de cut-up y fold-in con las que se granjeó fama de escritor experimental a su vez le otorga un halo de artista plástico; sus juicios estéticos, por otro lado, suenan a declaración de guerra. La literatura para el autor de El almuerzo desnudo es un efecto secundario de la implementación de tácticas para sacudir los condicionamientos del lenguaje, sus sentidos cristalizados, puesto que nunca aspiró más que, como diría Macedonio Fernández, a la conmoción integral de la conciencia del lector. Lo que está en juego no es la literatura; es la supervivencia. Y aunque a un escritor tan anárquico no puede achacársele un programa, sin duda trajinó una ética que aunó vida y obra. La misma que sostuvo hasta su muerte, a los 83 años.
Acaso a sus acérrimos lectores los sorprenda su última anotación. Luego de mentar la insuficiencia del pensamiento y decir que solo el conflicto es todo cuanto existe, se despacha con que la solución a ello es el amor, “el analgésico más genuino que existe”. Por su postrera condición esas palabras revisten el fulgor de lo verdadero, sin embargo, quien las rubrica es aquel que nos enseñó a desconfiar del sentido de las palabras. Mejor estar precavidos.
24 noviembre, 2021
Últimas palabras
William S. Burroughs
Prólogo, traducción y notas de Luis Chitarroni; Introducción y notas de James Grauerholz
Granica, 2021
276 págs.